Dichoso aquel que duerme apaciblemente en un lecho de plumas, arrancadas al pecho del eider, sin darse cuenta de que se traiciona a si mismo.
He aquí que hace más de treinta años que no he dormido.
Desde el impronunciable día de mi nacimiento he consagrado a las tablas somníferas un odio irreconciliable.
Soy yo quien lo ha querido; que no se acuse a nadie.
Pronto, que se le despoje de la malograda sospecha. ¿Distinguías en mi frente esa pálida corona? La tejió la tenacidad con sus dedos delgados.
En tanto que un resto de savia abrasadora corra por mis huesos, como un torrente de metal fundido, no dormiré. Todas las noches obligo a mis ojos lívidos a
mirar las estrellas, a través de los cristales de mi ventana. Para estar más seguro de mí, una astilla de madera separa mis párpados hinchados. Cuando nace la aurora, me encuentra en la misma postura, con el cuerpo apoyado verticalmente y de pie contra el yeso de la fría pared. Sin embargo, algunas veces me
sucede que sueño, pero sin perder un solo instante el vivo sentimiento de mi personalidad y la libre facultad de moverme: sabed que a la pesadilla que se oculta en los ángulos fosfóricos de la sombra, a la fiebre que palpa mi rostro con su muñón, a cada animal impuro que levanta su garra sangrienta, pues
bien, es mi voluntad quien, para dar un alimento estable a su actividad perpetua, les hace girar en corro.
En efecto, átomo que se venga en su extrema debilidad, el libre albedrío no teme afirmar, con enérgica autoridad, que el embrutecimiento no cuenta entre el número de sus hijos: aquel que duerme es menos que un animal castrado la víspera. Aunque el insomnio arrastre hacia la profundidad de la fosa a esos
músculos que ya despiden un olor a ciprés, jamás la blanca catacumba de mi inteligencia abrirá sus santuarios a los ojos del Creador.
Una secreta y noble justicia, hacia cuyos brazos tendidos me arrojo por instinto, me ordena perseguir sin tregua ese innoble castigo. Enemigo temible de mi alma
imprudente, a la hora en que se enciende un farol en la costa, prohíbo a mis infortunados costados que se tiendan sobre el rocío del césped.
Vencedor, rechazo las emboscadas de la hipócrita adormidera.
En consecuencia, es cierto que a causa de esa extraña lucha de mi corazón ha encerrado sus designios, como un hambriento que se come a sí mismo. Impenetrable como los gigantes, sin cesar he vivido con los ojos completamente abiertos.
Por lo menos, está comprobado que, durante el día, todo el mundo puede oponer una resistencia eficaz al Gran Objeto Exterior (¿quién no conoce su nombre?) pues entonces la voluntad vigila en su propia defensa con notable tenacidad. Pero en cuanto al velo de los vapores nocturnos se extiende, incluso sobre los condenados a quienes se va a colgar, ¡oh, ver su intelecto entre las manos sacrílegas de un extranjero! Un escalpelo implacable escudriña la espesa maleza. La conciencia exhala un prolongado estertor de maldición, pues el velo de su pudor sufre crueles desgarraduras.
¡Humillación!, nuestra puerta está abierta a la curiosidad feroz del Celestial Bandido.
¡No merecí ese suplicio infame, tú, horrible espía de mi causalidad!
Si existo, no soy otro.
No admito en mi esa equívoca pluralidad. Quiero residir sólo en mi íntimo razonamiento. La autonomía… o si no, que me conviertan en hipopótamo. Sumérgete bajo tierra, oh estigma anónimo, y no aparezcas ante mi huraña indignación. Mi subjetividad y el Creador es demasiado para un cerebro. Cuando la noche oscurece el curso de las horas, ¿quién no ha luchado contra la influencia del sueño en su lecho mojado por un sudor glacial?
Ese lecho, que atrae a su seno las facultades que mueren, no es más que un sepulcro de tablas de pino hecho a escuadra. La voluntad se retira insensiblemente, como en presencia de una fuerza invisible.
Una pez viscosa enturbia el cristalino de los ojos. Los párpados se buscan como dos amigos. El cuerpo es sólo es cadáver que respira. Por último, cuatro enormes estacas clavan al colchón la totalidad de los miembros. Y observad, os lo ruego, cómo en suma las sábanas no son sino sudarios.
He ahí el pebetero donde arde el incienso de las religiones. La eternidad brama como un mar lejano y se aproxima a grandes pasos. La morada ha desaparecido: ¡prosternáos, humanos, en la capilla ardiente! [
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