Escrito por Juan Manuel de Prada para XL semanal:
La timidez atenazó mi infancia. Aún no he logrado desentrañar las causas de aquel retraimiento, pero sí las consecuencias: ingresé en esa categoría de niños envarados y solemnes que los adultos denominan, misericordiosamente, «modositos» y las niñas, mucho más crueles, «bichos raros». Que los adultos alabaran mi compostura no me resarcía en absoluto de la desbandada de niñas que mi proximidad desataba. Esta incompetencia mía para el galanteo me iba a acarrear un séquito de frustraciones, agravado por el descubrimiento (el espejo es el único interlocutor del tímido) de que, además de poco comunicativo, era más bien feúcho y tirando a gordito. Para acabar de joder la marrana, a los doce años me encasquetaron unas gafas que todavía parapetan mi mirada; la miopía, al apartarme de los juegos más cazurros o bestiales e investirme con un cierto aspecto de empollón (que, sin embargo, nunca fui), acabó de abismarme en los subsuelos de la vergüenza.
El primer acceso de timidez que recuerdo me acometió –contaba yo siete años recién cumplidos– en vísperas de mi Primera Comunión, cuando, tras larguísimas sesiones catequéticas en las que desmenuzábamos los requisitos que exige una confesión modélica (todavía los recuerdo sin dubitación: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia), llegó el momento de aplicar la teoría. Yo había examinado mi conciencia hasta en sus últimos repliegues y recovecos, a la caza de faltas veniales o microscópicas; estaba doloridísimo por haber pecado, tan dolorido que había empezado a padecer jaqueca; me encontraba preparado para enmendar mi conducta y para encajar el rapapolvo que me endilgase al confesor, pero… no estaba dispuesto, por timidez, a soltar prenda. La mera proximidad del confesonario, con su aspecto de gran caja barroca con doble o triple fondo, equipada de cortinillas de terciopelo morado, me suscitaba un incalculable pavor; hubiese preferido soltar mi lastre pecaminoso a través de aquellos ventanucos con rejilla ante los que se reclinaban las niñas, pero tenía que afrontar sin ambages la mirada del cura, que seguramente sería feroz y recriminatoria. Llevado a rastras por mi catequista, me vi por fin en la tesitura de vaciar mi alma. El cura aguardaba la evacuación con gesto bonachón y condescendiente. Tras las salutaciones y exordios de rigor, comencé mi retahíla pecaminosa de la siguiente guisa: «Padre, he cometido actos impuros». El cura ponderó mi precocidad pegando un respingo: «¿Y en qué consisten dichos actos, hijo mío?», me susurró con infinita benevolencia o infinito asombro. Los dientes me castañeteaban, la saliva había dejado de afluir a mi garganta, una sudoración fría me anticipaba la lipotimia: «Es que no me lavo las manos antes de las comidas», logré balbucear, oprimido por la culpa y el bochorno. El cura tuvo que taparse la boca con las cortinillas de terciopelo morado para ahogar las carcajadas, reacción que me soliviantó y alivió a partes iguales. Su absolución tampoco fue un dechado de ortodoxia: «Vete y sigue pecando, pero con moderación, no sea que tu madre se enfade y te frote las manos con lejía».
Durante muchos años, la timidez abrió una zanja insalvable en mis estrategias de aproximación a las chicas. Para salvarla, yo saltaba con todo el equipo, con el consiguiente peligro de testarme contra las murallas de la ciudad asediada. Como los temblores y las palpitaciones y el rubor y la sequedad de boca y demás síntomas que componen el indeseable cortejo de la timidez me impedían cumplir los trámites del cortejo, me dejaba arrastrar por la premura y, en un triple salto mortal de osadía, abreviaba: «Oye, ¿no te apetece darme un beso?». Las negativas que recibí casi igualaron a los bofetones que acogieron mis mejillas. No obstante, seguí perseverando en estas formas de atrevimiento abrupto, que a la postre fueron el antídoto contra mi enfermedad. Todavía hoy, cuando me dispongo a escribir, para espantar la tentación de la timidez, me lanzo al vacío con la esperanza de que debajo me acoja un colchón. A veces el colchón falta y el morrazo es considerable.
Poniéndolo en práctica (lo del beso) creo que hay una cosa segura, y es que de una forma o de otra iremos a casa calientes.