Os traigo este relato corto que he desarrollado a lo largo de este largo día. Espero que os guste y me deis vuestra opinión.
Otros relatos y poemas:
El poder de la palabra
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"PAROXISMO, O EL BIENIO FATAL"
Testimonio sobre los trastornos de ansiedad
Parte 1 de 2.
Resulta curioso.Uno piensa en iniciarse en una nueva actividad y lo primero que hace es abrir Google, buscar una tienda on-line temática y husmear entre sus productos meticulosamente clasificados haciendo cálculos sobre cuáles de ellos tendrían mayor prioridad.
¿Barra ajustable para trabajar espaldas, o juego de tensores?
¿Tienda iglú con vientos y piquetas, o mejor una monopieza?
¿Pedal de efectos overdrive para rock, o flanger para acid blues?
¿Cámara fotográfica digital, o quizá obtendré unos resultados más naturales con una de carrete?
Sin embargo, la búsqueda compulsiva de productos a través de la mayor red de consumo jamás creada por el hombre, Internet, se vuelve totalmente inútil e insatisfactoria cuando uno trata de iniciarse en nuevas y desconocidas prácticas espirituales que dependen exclusivamente de lo que cada uno esconde debajo de las meninges: el sistema nervioso central.
La única actividad que uno cree pueda llegar a salvarle de su ruinosa, incoherente, improductiva e insatisfactoria forma de vida.
Pero volvamos por un segundo al presente.
Te despiertas, totalmente incrédulo por haber conseguido conciliar el sueño, aunque haya sido por tres horas y media. Al cabo de escasos segundos descubres que quizá sea martes, que el reloj marca las 16:48 y que tu cabeza porta lo que parece ser la resaca de un Enano de Moria.
Pero no has bebido, en absoluto.
Perder la noción de los días es un primer paso, pero lo realmente jodido es volverte ajeno incluso a las horas que marcan la mañana, la tarde y la noche.
Las jaquecas son como el malo malísimo de Harry Potter, una irritante realidad recurrente que sabes que antes o después acabará por disiparse, pero que no dentro de mucho se materializará de nuevo ante tus ojerosas pupilas. Y, en lugar de una varita mágica, dispones de tabletas de Ibuprofeno en dosis de 600mg, Aspirina en 500 y Paracetamol en 650.
Pero la historia no comienza aquí, ni mucho menos.
Tercera semana de Enero de 2010, hace más de año y medio. En una noche cualquiera, tu cuerpo y tu mente sucumbe desde hace varios días a lo que parece ser un tumor pulmonar acompañado de un inminente ictus cerebral. Tus cisuras son incapaces de soportar el intercambio de oxígeno, y prevés que cualquiera de los afluentes de la carótida va a estallar en pedazos dentro de tu masa encefálica de un momento a otro.
En un punto totalmente opuesto al éxtasis religioso te diriges al ambulatorio de guardia, previo pago con VISA a un simpático taxista que asegura compartir tu angustia, rezando porque el metro esté ya abierto para cuando todo esto acabe.
El médico te diagnostica ansiedad, te entrega dos comprimidos de Diazepam en 5mg, uno para tomarlo ahora y otro para el día siguiente; aconsejándote pedir cita con tu médico de cabecera.
Al día siguiente -lo que en el mundo real es esa misma tarde- acudes a tu centro de salud, dando gracias al cielo por su horario vespertino, y tu médico acaba recetándote cápsulas de Lexatin en 1'5mg de forma regular y comprimidos de Lormetazepam en 1mg para las crisis más agudas. Debajo de la lengua, dejar disolver y de ahí al sueño de los sentidos.
Pasas el resto de la tarde en un reposo que no conocías desde hacía varias semanas, producto de la repentina ingesta de drogas depresoras, y duermes alrededor de doce horas del tirón, despertando como el que acaba de llegar a este mundo por primera vez, confuso, desorientado, somnoliento.
Pero no hay tiempo que perder.
Has quedado a las 11:30 en la facultad para realizar unos ejercicios prácticos de locución de radio con tu grupo. Marchas con confianza hacia la calle dando por sentado que, una vez detectados y tratados los síntomas, ya ha pasado la pesadilla.
Varios meses después comprenderás que ni siquiera ha empezado.
El aire fresco de la mañana te sienta genial, pero es al entrar en el vagón del metro cuando todo se convierte en la proyección de una proyección de una proyección. Ahora que tu sistema nervioso está parcialmente sedado por el Bromazepam comienzas a percatarte de otros síntomas totalmente nuevos.
La desrealización entra en escena.
Una experiencia en la que el mundo exterior se vuelve inmaterial, todo tu entorno pierde por completo su profundidad tridimensional, ni un solo matiz, tan sólo gris sobre gris. Las personas parecen títeres inermes manejados por algún tipo de control remoto que los mantiene en un movimiento parsimonioso y previsible.
Y, lo peor de todo, es que esta experiencia será la primera de una serie interminable. Al cabo del tiempo descubrirás que, pese a ser un tanto desagradable, te acabas acostumbrado al estado en sí mismo por puro hábito, desarrollando un instinto en el que hablas, escuchas y contestas al resto de los mortales como si se tratasen de máquinas expendedoras de tabaco o telefonistas automáticos de atención al cliente. Para incidencias diga alto y claro "INCIDENCIAS", o bien pulse la tecla "dos" en el teclado de su teléfono.
En mitad de esta insólita pesadilla psicótica consigues llegar a la puerta de la facultad, donde te espera una nueva aventura.
La despersonalización.
Tratar de ignorar el mundo exterior y pasar desapercibido durante quince minutos en un vagón de metro, rodeado de personas extrañas, no es tan complicado. Basta con esperar de forma pasiva a que todo termine, salir a la calle, y disfrutar de la protección ilusoria que proporcionan unas gafas de sol y unos auriculares en los que suena algún disco de Jethro Tull.
El momento crucial llega cuando has de enfrentarte directamente con otras personas cara a cara, personas que conoces y te conocen, y comparten tu día a día.
-Buenos días... -las palabras salen de tu boca, pero, ¿quién ha dado la orden?
Llegado este punto la alteración cognitiva pasa de fuera hacia dentro, donde ya no sólo el entorno exterior se vuelve irreal, sino que tú mismo eres irreal. Te sientes separado de cualquier proceso mental y físico de tu propio cuerpo, no eres tú el que habla, piensa o actúa, sino un mero observador enclaustrado en algún punto remoto del lóbulo occipital que ve y escucha desde las profundidades de un túnel oscuro. El mundo pierde por completo su significado, y no parece más verosímil que cualquier otra ensoñación de la fase REM.
En ese momento tu obsesión evoluciona al tratar de aparentar normalidad y coherencia, puesto que no quieres que nadie piense que eres esquizofrénico: comienza la fobia social.
Te acercas a tu colega de más confianza y le explicas que no has pasado buena noche, más que nada como método preventivo en el caso de que te vea "raro". Así encontrará una explicación en su interior, piensas, que no le lleve a cuestionarse tu salud mental.
Bajas ensimismado a los estudios de radio, pero la sensación se acrecienta. Metido en un cubículo claustrofóbico, rodeado de títeres sudorosos y estridentes que a penas te permiten tragar aire.
Tienes que marcharte, y tu colega te acompaña.
Sales a fuera, te sientas, te lías un cigarro, pones tu comprimido de Lormetazepam bajo la lengua y das una calada de humo.
Irremediablemente acabas por largarte a casa.
Pero todavía queda más de medio curso.
Comienzas a faltar a clase por cualquier excusa y, cuando asistes, invocas mentalmente a todo el santoral para que el profesor no te dirija la palabra, ni tan siquiera te mire.
Pero no basta.
La enajenación te va poseyendo, eres prácticamente inconsciente de lo que ocurre a tu alrededor y temes con todo tu corazón irrumpir en la escena diciendo o haciendo alguna marcianada que te estigmatice hasta el fin de la carrera.
No quieres llamar la atención en absoluto, pero salir en mitad de la clase lo requiere, por lo que buscas los ojos de tu profesor, le haces un gesto con el dedo y le haces ver que tienes que marcharte. Te levantas lentamente, como si el tiempo estuviera suspendido por unos instantes y, con la mirada fija en el suelo, marchas directamente hacia la puerta.
Una vez en el pasillo te sientes libre, pero no por mucho tiempo.
Lo que tu mente te pide ahora es un refugio, por lo que te diriges a los servicios. Te sientas en la taza bajada del inodoro a modo de asiento, dejas tu portafolios en una esquina, echas el pestillo, te lías un cigarro, te colocas los auriculares y pones a reproducir el
Shine on your crazy diamond.
A partir de entonces la desrealización, la despersonalización, el insomnio, las jaquecas, los vértigos y la hipocondría aguda se convierten en tu día a día. El Lexatín no te sirve para nada y el Lormetazepam no te deja llevar una vida mínimamente productiva.
Tu médico de cabecera te envía a la clínica de especialistas, y consigues cita con uno de los psiquiatras del distrito.
Tras más de una hora contándoles todas las intimidades de tu vida llegan a la ingeniosa conclusión de diagnóstico: "usted padece de ansiedad". En ese momento pasas a convertirte en el conejillo de indias del psiquiatra y de la compañía farmacéutica con la que todo médico que se precie está asociado: Paroxetina en 20mg, y posteriormente Fluoxetina, acompañado desde el principio por el Lorazepam en 1mg.
-Esperemos a ver qué pasa -son las palabras del hombre en el que tienes puestas todas tus esperanzas.
Incluso llegas a recurrir a tu santa madre, supervisora de radiología en el hospital de tu ciudad natal, para que te consiga un electro-encefalograma y un escaneo completo de la cabeza, para así descartar posibles tumores, trombos o cualquier otro tipo de problema.
Son los inmediatos resultados negativos los que más consiguen tranquilizarte, adquiriendo conciencia de que tan sólo estás pasando por una mala racha que no durará mucho tiempo.
Pero no es así, y sigues meticulosa y religiosamente con los consejos del psiquiatra, tomando diariamente los fármacos recetados.
La Parorexita, así como su hermana Fluoxetina, pertenecen al grupo de los antidepresivos, por lo que no es nada aconsejable aplicarlos a un paciente con ansiedad, puesto que su estado se incrementa; pero a su vez es un inhibidor selectivo de la recaptación de la serotonina, lo que elimina progresivamente los trastornos obsesivos derivados de la propia ansiedad, mayormente la hipocondría aguda y los vértigos. Por otro lado, el Lorazepam, como cualquier otra benzodiazepina, se convierte en el contrapeso del antidepresivo, formando este binomio psicotrópico experimental, en beneficio de las grandes multinacionales farmacéuticas.
Esta doble combinación condicionará toda tu vida en los próximos seis u ocho meses.
Ahora que eres un zombie adicto al Prozac y a los tranquilizantes, al menos, puedes conciliar el sueño, y los vértigos y las psicosis se mantienen sentados en el banquillo. Pasan los meses, consigues sacarte la mayoría de asignaturas, e incluso estabilizas la relación con tu novia. Pero, por otro lado, pasas de pesar 75 kilos a fácilemente los 95, tus funciones eréctiles se van a pique y eres incapaz de llegar al orgasmo. Démosle las gracias a los efectos secundarios de los antidepresivos.
Pero ahora llega una fase clave.
Tras siete meses de sosiego inducido, te das cuenta de que la mayoría de los trastornos severos de la primera etapa han desaparecido y que los efectos secundarios de la medicación son casi peores, por lo que llega el momento de dejar de tomarlos, puesto que el problema ya ha desaparecido.
¡ERROR!
El diablo del síndrome de abstinencia entra en escena, aferrándose a todos los nervios capilares. Cosquilleos, irritabilidad, reencuentro con el insomnio e inestabilidad emocional generalizada.
La dependencia física cultivada durante estos meses ha calado hondo y, pese a que tú odias tomar estas pastillas, las células de tu cuerpo te las piden a gritos.
¡QUEREMOS NUESTRA FLUOXETINA!
¡QUEREMOS NUESTRO LORAZEPAM!
¡HIJAS DE LA GRAN ****, DEJADME EN PAZ!