Recuerdo con nitidez discreta haber sido un Yo, con la correlativa capacidad de dramatizar: se entiende, de dar un contexto. ¿Ahora? Ahora soy una fuerza ciega; un ánfora virgen, de valor nulo: de ahí la extremada vulnerabilidad. ¿Ahora? Remonto geografías extrañas, no menos ásperas por vaporosas; sin pasión ni pensamiento, incontrovertiblemente enmudecido. Ahora soy el lodo que burbujea y crepita debajo del blancor de un cielo desalentado, objetivo —algo muelle, pendular, plástico; tan íntimamente cansado que ya ni se molesta en interpretar los estímulos —ecos desubstanciados— que circunvalan en torno a su antena: antena que, aunque roída y macilenta, lo es todo. Cerebro gangrenado, catatonia del espíritu. ¿Y qué estoy formulando sino una porfía desesperada en hendir raíces, localizar referencias, medios e ilusiones, principios y fines; en una palabra: de volver a ser alguien? Por demás, qué pereza inenarrable se condensa en este verbo (volver)... ¿Cómo juzgaría un loquero este particularísimo estado de vacuidad, átono y crepuscular, que ni observa ni se proyecta, ni codicia ni padece; que en todo caso sólo vegeta y condesciende? ¿Acaso merece la consideración de humano? ¿Alguien me aclara si mi no-suicidio de la víspera fue (o no) un error?
Vida
que se va,
vida que viene;
y la conciencia que (mutilada
y sólo desde la óptica de esta
mutilación) surfea las formas;
y el descanso,
una utopía.
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