Describir mi pasado es como regresar al averno. Aunque trato de no culparme por las múltiples desgracias que me asolaron, resulta difícil semejante tarea porque siempre acabas engullido por un atroz golpe, el cual es la impotencia. ¿Por qué no pude enfrentarme?
En mi primera infancia era un niño muy alegre, inquieto y amigable. Era el alma, tanto en casa de mis padres como en el colegio. Todos esperaban mi ingenio en alguna broma, algún relato - ¡cómo me gustaba escribir historietas
-, alguna salida de tono. Mis compañeros y compañeras me apoyaban, consiguiendo ser varias veces consecutivas delegado de clase. Era un muy buen estudiante y un chico modelo.
Todo cambió en torno a los 11 años. En esa crisis de identidad denominada "pre-adolescencia" empecé a sufrir los ataques de un par de chicos. Comenzaron mis escaqueos de acudir al colegio. Me sentía mal, empezaba a ser humillado. Al año siguiente la realidad fue todavía peor y nunca lograría enmendarse. Los insultos, las vejaciones, las faltas de respeto, las palizas ocasionales, las amenazas rituales fueron continuas. Oficialmente había perdido mi nombre sustituido por un vulgar apodo.
Los probos docentes miraban para otro lado, incluso alguna escoria, hoy felizmente pasto de las hormigas, me culpaba a mí por "estar en otro mundo". ¿Acaso podía yo vivir en ese mundo tan vil que me rodeaba? Tenía el derecho a evadirme. Aun así, seguí siendo, para rabia y mayor inquina de mis odiados/as colegas, un estudiante inmarcesible.
Pero, poco más. Personalidad: nula, carácter: insuficiente, miedos: todos los posibles, rabia: brillando por su ausencia, complejos: en perfecto estado de salud, autoestima: desaparecida tras el combate diario... El arquetipo del pelele, corriendo a refugiarse en la habitación a llorar y llorar.
El instituto no fue mucho mejor, aunque el acoso no llegó a límites tan degradantes. Simplemente, el fardo que llevaba encima era inmenso y cualquier cosa me hacía daño. Llevaba una señal de apestado, nadie deseaba estar conmigo, todo el mundo me ignoraba o me insultaba. Mis relaciones con las chicas eran imposibles por mi enorme timidez y con los chicos, salvo algún caso aislado, se basaban en la ridiculización. Mi rostro en la fotografía de grupo del último año es una imagen que explica perfectamente mi estado.
Sin embargo, pese a todas las evidencias, seguía creyendo. Esperaba que algún día, aquel niño feliz renaciera de sus cenizas cual ave fénix. No cejaba en mi empeño de conseguir el aliento de los demás. Necesitaba ser querido. Un día en la universidad estando, como casi siempre, solo me di cuenta de mi inmenso error. Tras una etapa de dura depresión, nació otra persona - quizás la verdadera - en mi cuerpo segura que los demás tienen halitosis. Odio, odio y más que odio.
Ah, bueno, el resto de la Historia está reflejada en mi comportamiento en el foro
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