La memoria organísmica es una propiedad y una función inherente al organismo humano que, para hacerse consciente, precisa de la atención. La atención es otra función propia de lo humano, pero necesita ser desarrollada para alcanzar toda su potencialidad y poder llegar a tener completa consciencia de nuestra existencia.
Durante los primeros tiempos de la vida, estamos en contacto armónico con nosotros mismos percibiendo organísmicamente todas las sensaciones por las que pasamos - y más adelante las emociones - idealmente en un estado de relajada armonía que irá facilitando el desarrollo de la atención sobre nosotros y sobre el medio. Dichas vivencias quedan fijadas automática y fielmente en nuestra memoria de vida; memoria que reside en todas y cada una de las células de nuestro organismo. De procesar y poner orden en la memoria de vida se encargará posteriormente el cerebro con sus diferentes estructuras.
Cuando esta armonía se pierde porque aparecen
estados displacenteros, más o menos mantenidos, dichos estados quedan igualmente fijados en nuestra memoria organísmica, pero sus contenidos son
relegados a una parte
inconsciente de dicha memoria. Este movimiento hacía la inconsciencia, responde a la necesidad natural de autorregulación del organismo; autorregulación adaptativa al medio en el que tiene que desarrollarse siguiendo la Ley del menor displacer posible.
La mayoría de las personas sólo tenemos recuerdos parciales de nuestras vidas, y estos a partir de que alcanzamos capacidad para el lenguaje y la reflexión, entre los tres y cinco años. Lo cual no quiere decir que la memoria sensorial y emocional no haya registrado todas y cada una de las
experiencias por las que hemos ido pasando, vivencias que
resultan fundamentales para el desarrollo ulterior de la persona hacía el ser adulto.
Cuando alcanzamos la capacidad para el lenguaje y la reflexión,
reconceptualizamos todas estas experiencias tan básicas para el desarrollo posterior - y que han quedado fielmente guardadas en nuestra memoria organísmica - pero lo hacemos
de una manera distorsionada, respondiendo a la necesidad natural de autorregulación hacía el menor displacer posible, aunque éste sea fantaseado. Esta capacidad de fantasear nuestro pasado es exclusivamente humana.
Dicha reconceptualización, por distorsionada, distorsiona también nuestra memoria de vida, dejando en el inconsciente de la memoria experiencias importantes, o dándoles un significado que no responde a la verdadera causa original. Los
eventos displacenteros son, generalmente, relegados a lo
inconsciente de la memoria – pero ahí quedan, no se pierden –
produciéndose una disociación entre sensaciones, emociones y recuerdos en relación a la percepción de la realidad, sin conocer cual es la verdadera causa. Es decir, tendremos una percepción distorsionada de nuestra historia de vida.
Esta percepción distorsionada dará lugar a que se vayan estructurando unos
patrones de respuestas sensoriales, emocionales y cognitivos automáticos, evitativos y adictivos - la compulsión a la repetición - desligados del contacto objetivo con la realidad. Precisamente por esta ruptura del contacto interno y externo con la realidad, en su momento fueron útiles para evitar sufrimiento en el movimiento emocional y conductual adaptativo al medio.
Es decir, ante un evento real, objetivamente neutro, que nos causa un determinado tipo de frustración emocional, unas personas pueden reaccionar con furia, otras con sumisión, con depresión, etc. Pero siempre reaccionamos de modo semejante ante el mismo tipo de frustración,
según la distorsión del patrón que hemos desarrollado. Perdemos buena parte de nuestra capacidad de adaptación creativa como adultos y continuamos fijados en respuestas infantiles que ya no nos son útiles. Esta es la base de la estructuración del carácter.
Así pues,
el carácter se estructura sobre la base de una memoria distorsionada en cuanto al origen de las sensaciones y emociones, ocasionada por un déficit en la calidad y dirección de la atención durante el desarrollo. De este modo queda, en más o en menos,
bloqueada la capacidad de tener consciencia objetiva de nosotros mismos y, por tanto, de la realidad.
Posteriormente, a lo largo del desarrollo, a medida que el niño va alcanzando la capacidad para el lenguaje y la reflexión, necesita darse una explicación racional para los estados por los que ha transitado y transitará, creándose un mundo imaginario que le de, al menos en parte, una comprensión suficientemente tranquilizadora sobre las emociones y sensaciones que siente de sí mismo y sobre el mundo. Este es
el cuento que nos contamos acerca de nosotros mismos y de nuestra relación con la vida, y en el que creemos sin cuestionarlo.
Aunque podamos pasar toda o buena parte de nuestra vida inmersos en un mundo imaginario, desconectados de nuestra realidad interior, de nuestro origen, y de la realidad del mundo donde vivimos, el hecho es que todas nuestras vivencias han quedado fijadas en nuestra memoria organísmica con exacta fidelidad, aunque no tengamos consciencia de ellas.
Lo que si experimentamos es una vivencia distorsionada de ellas, y focalizamos nuestra capacidad de atención solamente en función de mantenerlas tal y como creemos que las conocemos, lo cual nos da un falso sentido de identidad junto con un sentimiento de insatisfacción que con frecuencia origina sufrimiento. Re-actualizamos nuestro pasado, pero no actualizamos nuestro presente:
no crecemos emocionalmente.
La vida en sí misma es sabia y benévola. El hecho transcendente de que toda las experiencias de nuestra vida estén guardadas fielmente en nuestra memoria organísmica,
nos da la posibilidad de recuperarlas sensorial y emocionalmente, y de procesarlas cognitivamente sin distorsiones desde una posición de adultos. Está abierta, pues, la posibilidad de llegar a restablecer la relación armónica y placentera con nuestra realidad interior y en la interacción con la realidad de la vida.
No olvidemos que, por un déficit en la dirección de la atención, buena parte de los contenidos de nuestra memoria de vida están relegados al inconsciente, y con ellos precisamente los contenidos donde residen muchas de las experiencias originales,
los pilares de nuestro desarrollo como personas adultas. Es decir, el contacto íntimo con la experiencia de nuestro ser original está mayoritariamente inmerso en el inconsciente de la memoria, y guardamos de él, como mucho, una percepción distorsionada.
Recuperarlas de este olvido va a depender de las posibilidades que tengamos de reactivar esta memoria latente y
poder tomar consciencia de sus contenidos sin distorsiones. Re-conocer conscientemente el camino por el que transitamos en muestro pasado, nos puede conducir a dejar de estar condicionados por él; es decir, a ser más libres por tener más amplia y objetiva consciencia de nuestra existencia.
Para este rescate de nuestro pasado,
no sirve solamente que sepamos de nosotros y sobre nuestras vidas
recordándonos intelectual y racionalmente, puesto que los recuerdos estarán así mismo distorsionados.
Es necesario que volvamos a
reactivar nuestras
experiencias sensoriales y emocionales para, una vez que se hagan presentes, poder tomar consciencia de ellas aquí y ahora como adultos.
Se hace necesario, pues, volver a re-experimentarnos con la atención puesta en nosotros mismos y en la realidad, para poder tomar contacto con nuestras experiencias sin distorsiones. Es decir, re-conocerlas tal y como fueron para atravesar y vaciar ese mundo imaginario en el que vivimos, y poder llenarlo de realidad.
El conocimiento de la experiencia de nuestra vida es lo que nos da sentido de existencia. Este conocernos se sustente sobre la memoria organísmica, y se enriquece por el saber acerca de uno mismo. La sabiduría surge de tener consciencia de este equilibrio complementario entre conocer y saber. Este es el equilibrio que da acceso a la objetividad sobre nosotros y sobre la realidad. En definitiva, se trata de rescatar nuestro pasado para rescatarnos en el presente y re-conocernos en la realidad de nuestro origen.
El Recuerdo de Sí (al que se refiere Gurdjieff, y en el nosotros insistimos tanto) es un buen camino hacia la salud, pero no desarrolla su capacidad sanadora si se limita solamente a un recuerdo intelectualmente racionalizado. Es necesario que se reactive la memoria de las vivencias con la mayor discriminación que podamos alcanzar. Y esto no es posible si la atención consciente no está centrada en la experiencia real.
Cuestión siempre difícil y más en estos momentos, cuando
el aparato social a nuestro alrededor está montado para procurarnos distracción constante; montado para que olvidemos quienes somos y nos dediquemos a funcionar como una productiva y silenciosa pieza más de la gran maquina de alienación individual y colectiva. Matrix no es sólo una ficción, también es una manera de narrar lo que realmente está ocurriendo. Vivimos inmersos en el aire; sin embargo sólo somos conscientes de él cuando hay viento. De igual manera, tampoco somos plenamente conscientes de la alienación en la que estamos inmersos al menos que ocurra un movimiento.
Es conveniente propiciar este movimiento sin esperar a que venga el huracán; hacer un esfuerzo de atención consciente para sacar la cabeza y tomar consciencia de la realidad de nuestra situación. Este movimiento es realmente subversivo; de ahí el interés en mantenernos distraídos, dormidos y alienados de nuestro ser original, aunque sea a costa de provocar crisis mundiales.
La atención consciente debe llevarnos a cuestionar nuestras reacciones emocionales ante los eventos de la vida, detectar aquellas que son mecánicamente repetitivas, poder observarlas con algo más de objetividad, y relativizarlas distanciándonos emocionalmente de las provocaciones que consideramos como causa indiscutible, “culpables” de nuestras reacciones emocionales: “¿Cómo me siento ahora?; ¿qué me está pasando a mí?; ¿cómo es que me está pasando esto y no otra cosa?; ¿tal vez no esté así por culpa de…? Tal vez lo que está ocurriendo-me aquí, me guste o no, lo esté facilitando e incluso provocando yo, ¿cómo lo hago?”
Estás y otras cuestiones, planteadas con consciencia, honestidad, coraje y método nos pueden conducir a cambiar una vida predeterminada por nuestro carácter en una vida llena de probabilidades, aunque también de incertidumbres, e ir asumiendo la responsabilidad que implica la libertad de crear nuestra propia vida. Se trata pues, de restablecer nuestra innata capacidad organísmica de adaptación a la realidad de una manera creativa armónica y saludablemente.
Una canción (de la que no conozco el titulo, el autor ni los interpretes) expresa este movimiento frente a la inercia de la alienación de una manera clara y sencilla, al modo de las buenas canciones:
Tal vez el mundo no sea tan pequeño,
Ni sea la vida un hecho consumado.
Quiero inventar mi propio pecado,
Quiero morir de mi propio veneno.
Si queremos, en definitiva, inventar nuestra propia vida, la cuestión no se puede plantear como tener o no tener memoria, puesto que tenerla la tenemos. La verdadera cuestión es:
tener o no tener consciencia de nuestra memoria de vida. Tener plena y clara consciencia de la línea de nuestra existencia o tener una consciencia fragmentada y distorsionada de ella.
Es necesario elegir y responsabilizarse de la elección. La inhibición también es una elección y no exime de responsabilidad.
Juan José Albert Gutiérrez
Psiquiatra. Neurólogo. Psicoterapeuta clínico integrativo. Coordinador clínico del I.P.E.T.G. Miembro de la Sociedad Española de Psicoterapia y Técnicas de Grupo (S.E.P.T.G.) y Miembro Didacta y Supervisor de la A.E.T.G. Miembro de la Federación Española de Asociaciones de Psicoterapia (F.E.A.P.) y de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (A.E.N.)