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Antiguo 01-jul-2007  

Las palabras de un chico del foro me acaban de recordar mucho a Martín, protagonista de esta novela de Sabato, un personaje con el q resulta imposible no identificarse en unas pocas líneas. Esquizotímico, hipersensible, triste y solitario. No van a encontrar grandes soluciones leyendola, pero si una muestra de que incluso la melancolia puede ser dotada de cierto grado de belleza, ya si no se puede cambiar de camino por lo menos habrá q intentar encontrar esos pequeños alicientes que nos haga menos dificil la lucha diaria. Como diría El ultimo de la fila, "pequeñas tretas para continuar en la brecha" Este es sólo el primer capitulo, ahi les va.

Saludos.

Cita:
Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama. Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamientos. “Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas”, pensó Bruno, cuando, después de la muerte de Alejandra, Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los episodios vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a veces vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años; territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la muerte. Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo; y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que
se aleja, el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden alguna fogata con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires.

Martín levantó un trozo de diario abandonado, un trozo en forma de país:
un país inexistente, pero posible. Mecánicamente leyó las palabras que se
referían a Suez, a comerciantes que iban a la cárcel de Villa Devoto, a algo que dijo Gheorghiu al llegar. Del otro lado, medio manchada por el barro, se veía una foto: PERÓN VISITA EL TEATRO DISCÉPOLO. Más abajo, un ex combatiente mataba a su mujer y a otras cuatro personas a hachazos.

Arrojó el diario: “Casi nunca suceden cosas” le diría Bruno, años después,
“aunque la peste diezme una región de la India”. Volvía a ver la cara
pintarrajeada de su madre diciendo “existís porque me descuidé”. Valor, sí
señor, valor era lo que le había faltado. Que si no, habría terminado en las
cloacas.

Madrecloaca.
Cuando de pronto —dijo Martín— tuve la sensación de que alguien estaba
a mis espaldas, mirándome.
Durante unos instantes permaneció rígido, con esa rigidez expectante y
tensa, cuando, en la oscuridad del dormitorio, se cree oír un sospechoso crujido.
Porque muchas veces había sentido esa sensación sobre la nuca, pero era
simplemente molesta o desagradable; ya que (explicó) siempre se había
considerado feo y risible, y lo molestaba la sola presunción de que alguien
estuviera estudiándolo o por lo menos observándolo a sus espaldas; razón por la cual se sentaba en los asientos últimos de los tranvías y ómnibus, o entraba al cine cuando las luces estaban apagadas. En tanto que en aquel momento sintió algo distinto. Algo —vaciló como buscando la palabra más adecuada—, algo inquietante, algo similar a ese crujido sospechoso que oímos, o creemos oír, en la profundidad de la noche.
Hizo un esfuerzo para mantener los ojos sobre la estatua, pero en realidad
no la veía más: sus ojos estaban vueltos hacia dentro, como cuando se piensa en cosas pasadas y se trata de reconstruir oscuros recuerdos que exigen toda la concentración de nuestro espíritu.
“Alguien está tratando de comunicarse conmigo”, dijo que pensó
agitadamente.

La sensación de sentirse observado agravó, como siempre, sus vergüenzas:
se veía feo, desproporcionado, torpe. Hasta sus diecisiete años se le ocurrían grotescos.
“Pero si no es así”, le diría dos años después la muchacha que en ese
momento estaba a sus espaldas; un tiempo enorme —pensaba Bruno—, porque no se medía por meses y ni siquiera por años, sino, como es propio de esa clase de seres, por catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza; días que se alargan y se deforman como tenebrosos fantasmas sobre las paredes del tiempo. “Si no es así de ningún modo”, y lo escrutaba como un pintor observa a su modelo, chupando nerviosamente su
eterno cigarrillo.
“Espera”, decía.
“Sos algo más que un buen mozo”, decía.
“Sos un muchacho interesante y profundo, aparte de que tenés un tipo muy
raro.”
—Sí, por supuesto —admitía Martín, sonriendo con amargura, mientras
pensaba “ya ves que tengo razón”—, porque todo eso se dice cuando uno no es un buen mozo y todo lo demás no tiene importancia.
“Pero te digo que esperes”, contestaba con irritación. “Sos largo y angosto, como un personaje del Greco.”
Martín gruñó.
“Pero callate”, prosiguió con indignación, como un sabio que es
interrumpido o distraído con trivialidades en el momento en que está a punto de hallar la ansiada fórmula final. Y volviendo a chupar ávidamente el cigarrillo, como era habitual en ella cuando se concentraba, y frunciendo fuertemente el ceño, agregó:
“Pero, sabes: como rompiendo de pronto con ese proyecto de asceta español te revientan unos labios sensuales. Y además tenés esos ojos húmedos. Callate, ya sé que no te gusta nada todo esto que te digo pero déjame terminar. Creo que las mujeres te deben encontrar atractivo, a pesar de lo que vos te supones. Sí, también tu expresión. Una mezcla de pureza, de melancolía y de sensualidad reprimida. Pero además... un momento... Una ansiedad en tus ojos, debajo de esa frente que parece un balcón saledizo. Pero no sé si es todo eso lo que me gusta en vos. Creo que es otra cosa...
Que tu espíritu domina sobre tu carne, como si estuvieras siempre en posición de firme. Bueno, gustar acaso no sea la palabra, quizá me sorprende, o me admira o me irrita, no sé... Tu espíritu reinando sobre tu cuerpo como un dictador austero. “Como si Pío XII tuviera que vigilar un prostíbulo. Vamos, no te enojes, si ya sé que sos un ser angelical. Además, como te digo, no sé si eso me gusta en vos o es lo que más odio.”

Hizo un gran esfuerzo por mantener la mirada sobre la estatua. Dijo que en aquel momento sintió miedo y fascinación; miedo de darse vuelta y un
fascinante deseo de hacerlo. Recordó que una vez, en la quebrada de
Humahuaca, al borde de la Garganta del Diablo, mientras contemplaba a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a saltar hacia el otro lado. Y en ese momento le pasaba algo parecido: como si se sintiese impulsado a saltar a través de un oscuro abismo “hacia el otro lado de su existencia”. Y entonces, aquella fuerza inconsciente pero irresistible le obligó a volver su cabeza.
Apenas la divisó, apartó con rapidez su mirada, volviendo a colocarla sobre la estatua. Tenía pavor por los seres humanos: le parecían imprevisibles, pero sobre todo perversos y sucios. Las estatuas, en cambio, le proporcionaban una tranquila felicidad, pertenecían a un mundo ordenado, bello y limpio.
Pero le era imposible ver la estatua: seguía manteniendo la imagen fugaz de la desconocida, la mancha azul de su pollera, el negro de su pelo lacio y largo, la palidez de su cara, su rostro clavado sobre él. Apenas eran manchas, como en un rápido boceto de pintor, sin ningún detalle que indicase una edad precisa ni un tipo determinado. Pero sabía —recalcó la palabra— que algo muy importante acababa de suceder en su vida: no tanto por lo que había visto, sino por el poderoso mensaje que recibió en silencio.
—Usted, Bruno, me lo ha dicho muchas veces. Que no siempre suceden
cosas, que casi nunca suceden cosas. Un hombre cruza el estrecho de los
Dardanelos, un señor asume la presidencia en Austria, la peste diezma una región de la India, y nada tiene importancia para uno. Usted mismo me ha dicho que es horrible, pero es así. En cambio, en aquel momento, tuve la sensación nítida de que acababa de suceder algo. Algo que cambiaría el curso de mi vida.
No podía precisar cuánto tiempo transcurrió, pero recordaba que después de un lapso que le pareció larguísimo sintió que la muchacha se levantaba y se iba.
Entonces, mientras se alejaba, la observó: era alta, llevaba un libro en la mano izquierda y caminaba con cierta nerviosa energía. Sin advertirlo, Martín se levantó y empezó a caminar en la misma dirección. Pero de pronto, al tener conciencia de lo que estaba sucediendo y al imaginar que ella podía volver la cabeza y verlo detrás, siguiéndola, se detuvo con miedo. Entonces la vio alejarse en dirección al alto, por la calle Brasil hacia Balcarce.
Pronto desapareció de su vista.
Volvió lentamente a su banco y se sentó.
—Pero —le dijo— ya no era la misma persona que antes. Y nunca lo
volvería a ser.
 
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