Cita:
Iniciado por Aristarco
Muchos de nosotros nos encontramos con que hay una diferencia entre lo que pensamos, o lo que escribimos, y lo que somos capaces de exponer en la realidad.
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Hola. De otra cosa no, pero de frustración y represión oral puedo hacer de ponente, sin arrojar luz sobre nada, limitándome sólo a maldecir y gemir sobre lo mío, que es ambivalentemente mucho y nada. Yo sólo puedo intentar transmitir de forma si acaso intuitiva mis procesos y construcciones lingüísticas, porque me detengo a tomar nota sobre ellas y soy primer juez. Es decir, antes de que nadie tras escucharme hablar haya pensado
pero qué subnormal, yo ya me he anticipado en tiempo real, y de mis torpezas se sigue un rictus de comprensión, de afinidad en lo que se piensa de mí y lo que yo pienso igualmente. Esto me parece a destacar. El sobreentendimiento que de uno mismo se tiene normalmente, a la hora de hablar. Concurren procesos mentales a dos escalas, uno a escala límbica, reptiliana, primitiva, que es la que se emplea en la conversación, casi como un útil animalesco, lo mismo que un bicho usa sus garras o sus fauces o sus reflejos motrices; así parece, a esa escala límbica, que hablamos algunos, como un acto reflejo. Yo sorprendo en ocasiones cuantiosas respondiendo a preguntas que se me hacen, y lo hago como un resorte, con nulo reposo en la razón; y esto le pasa a todo el mundo, sí; pero les pasa cuando se les espeta algo inesperado, algo que requiere una respuesta súbita sin opción al sosiego y la formulación. Cuando digo que mi habla es reptiliana, estoy diciendo que en mi caso esa levedad producto de la sorpresa para algunos, o sea la respuesta espontánea, yo de alguna manera la he hecho extensible y se ha globalizado en toda mi oralidad. Cuando hablo, me sé sujeto a fuerzas superiores a las de mi elevada razón. Es como una sujeción atávica, un legado de millones de años que no he logrado racionalizar, o que en mí se han inflamado. Es posible que esa manera de hablar por reflejo me haya acaparado a modo defensivo. He de decir, al auxilio de mi a priori confuso o ridículo mensaje, que en mí el habla es una penitencia. Sólo el que padezca trastornos, tartamudeos, dislalias, dislexias, afasias o dudosa prosodia, pudiera acaso entender lo que intentaré transmitir. Cuando digo que me parapeto en mi habla límbica, reptiliana, es porque en mi vida se manifiesta un exagerado comportamiento evitativo en el habla. No me extenderé en mi particular, sólo en enfatizar lo mucho de exagerado que tiene esa evitación, y cómo ello ha podido alterar mis mecanismos psíquicos de manera que haya dejado de hablar con pleno dominio de mí mismo, dominado por un primitivo instinto animal, un instinto de supervivencia que me exhorta a huir de la cháchara o a salvar el trance sin mayores estridencias, de manera que ese acto reflejo que en mí se convierte el hablar, me dirige y me ata hilos como a un fantoche y hace de mí un ser calmoso, dado al anonimato. Eso es, no hay duda, porque mi naturaleza quiere protegerme; porque quiere evitarme un mal trago, una humillación y mofa de mi persona, mil y una veces evocada en mi enferma mente. Me defiende mi habla, mi primitiva amígdala. Lo mismo que la naturaleza de una presa, un conejo, un ñu, un cervatillo, excita sus sentidos de alerta ante la amenaza, y el animal y su escasa razón ya no existen como tal, sólo como mecanismo de supervivencia.
Decía antes que se multiplexan (en realidad se multiplexan, no concurren) procesos mentales. O sea, uno sobre el otro, a elegir según el estímulo. Un proceso es ése, el límbico, y el otro es el proceso racional, el que nos devuelve a la crudeza y tiñe todo de autoflagelación. Porque mientras yo hablo y digo sandeces intuitivas, reflectoras, mi juicio más íntimo, mi alma lacerada, está penando ante un espectáculo nauseabundo como es el de oírme,
sentirme hablar. Y uno dice: ¡qué horror! Y acto seguido, intenta dominarse, y enmendar la plana. Y sin embargo, un descalabro sigue a otro, y por más que una vocecita resuena tímidamente dentro y dice
oh, qué estoy diciendo dios mío, qué mal, qué tonto parezco, qué pena, por más que suena esa, otra retumba fuera y siguen desfilando sandeces y cochambre oral. Es lastimosa la conciencia de la catástrofe. Quién no se arrepiente de sí mismo, al poco. Quiero decir, de una manera circunspecta al caso. No hablo de arrepentirse en modo en que algunos toman eso por poca integridad con uno mismo. Arrepentirse de cada cosa que se dice, además, tiene más un trasfondo formal que de fondo, por más que lo primero repercuta en lo segundo. Porque si se quiere representar una realidad concreta, y se usan unas palabras y formas muy distintas de las pretendidas idílicamente, entonces esa realidad está corrompida y el fondo es inservible.
La frustración a que se enfrenta un así impedido en su expresión es mayúscula. Imagínese una escena de cama y de bajas pasiones, y una confusión de Pepita por Ramona, o Juan por Agustín; una traición del inconsciente y ocurrencias antes freudianas, ahora hormonales, o qué sé yo. Esa traición es el pan de cada día para el afectado. No en escenas conyugales, sino en lo más rutinario, en conversaciones coloquiales, profesionales, donde se confunden palabras, intenciones, barullos lingüísticos, y acaban por provocar un residuo de pura intuición y que sólo genera conmiseración en el oyente, que piensa
válgame esta persona, qué de subnormalidades.
Oh, ¡ay de nos! De verdad, sé lo que piensan cuando miran con desprecio, cuando ríen para adentro, cuando se burlan. Es que yo también lo hago, para conmigo mismo. Hablar, para algunos, es un acto de desdoblamiento. Se sale del cuerpo y se observa a un desposado de locuacidad manifestando su retraso evidente, ya no se sabe si mental o verbal. Y viéndose uno en estas, se conmueve, se da pena a sí mismo.
El tener plena potestad sobre lo que se dice, yo digo, afirmo, categórico en mi experiencia, se obtiene renegando de nuestra más animalesca esencia. De lo cual cabe suspender actividades primitivas como el ejercicio físico o la cópula. Renunciando a estas malsanas actividades, que nada de cultural tienen y sí de menoscabo en nuestro habla (porque excitan y vigorizan nuestro cerebro límbico, reactivo de nuestras chorradas y subnormalidades habladas), renunciando, digo, recobraremos el buen verbo, la posesión plena de nuestras facultades mentales. Si dejamos de lado los esfuerzos físicos y las relaciones extramatrimoniales, entonces seremos oradores envidiables. Si dejamos. Si. Si dejamos… Esfuerzos físicos. Cópulas. Si dejamos… Ejercicio. Folleteo. Sidejadejamos de movernos y de zurrar la sardina…
si dejamos de… ah, ah, que yo creo que algo falla aquí. Déjenme mirar mi sistema, amigos. En todo caso, recetaría tumbona, tele y bolsas de panojitos durante una quincena, y ver cómo evoluciona el discurso para alcanzar afinidad entre lo que se dice y se quiere decir. Venga hasta luego.