Esta tarde volvía a casa. Sabía que cuando llegase, la soledad que habita en mi me saludaría rápidamente. Mientras pasaba por las plazas y las calles observaba la felicidad que yo no tengo en el rostro de esos curiosos desconocidos, de esa gente viva por dentro.
He sentido la peor de las envidias, una incurable insatisfacción y el amor inexistente, la voraz carga que tiene la nostalgia. Niños que jugaban con sus madres, parejas que se abrazaban, amigos que tomaban café entorno a una mesa, hablando como si
toda la vida fuese ahora. Y me sentí más vacío que nunca al comprobar el significado inútil que tienen los secretos que desconozco.
En la facultad no he hablado casi con nadie. Me tembalaban las manos cuando me tomaba mi café cortado, mirando por la ventana nada en particular, intentando disimular mi torpeza y mi desgana. Apenas tenía pensamientos, tan sólo los relojes, los pájaros y un poco de miedo cruzaban mis ojos casi cerrados y huecos.
Cuando he llegado a casa he comprobado que mi hogar ya no es el reino que había imaginado. Las sombras también me desconocen, escupen en mi cara la verdad que yo niego, me rechazan el alma que les ofrezco en forma de perdón. Pero ya nada importa. La aurora espera que me duerma para que su distancia sea inalcanzable y mis deseos más ligeros. Mañana será un día igual, con su forma exacta y su temor decido, vaivén y música que temo y que abrazo cada vez que me despierto.