El profesor (Frank McCourt)
Si yo supiera algo de Sigmund Freud y de psicoanálisis, podría encontrar el origen de mis problemas en mi desgraciada infancia en Irlanda. Esa infancia desgraciada me dejó sin autoestima,
me produjo ataques de autocompasión, me paralizó las emociones, me volvió cascarrabias, envidioso e irrespetuoso con la autoridad, retrasó mi desarrollo, obstaculizó mis contactos con el sexo opuesto, me impidió triunfar en la vida y casi me incapacitó para el trato humano. Que llegara a profesor y lo siguiera siendo es un milagro, y debo ponerme un sobresaliente por haber
sobrevivido a todos esos años en las aulas de Nueva York. Deberían instituir una medalla para quienes sobreviven a las infancias desgraciadas y llegan a profesores, y yo debería ser el primero en la cola para la medalla y todos los distintivos que se le pudieran añadir por las desgracias resultantes.
Podría achacar culpas. Una infancia desgraciada no se produce sin más. La producen. Existen fuerzas oscuras.
Si he de achacar culpas, habrá de ser con espíritu de perdón. Por tanto, perdono a todos los siguientes: al papa Pío XII; a los ingleses en general y al rey Jorge VI en particular; al cardenal MacRory, que gobernaba Irlanda cuando yo era niño; al obispo de Limerick, que, según parecía, creía que todo era pecado; a Eamonn de Valera, primer ministro (Taoiseach) y presidente que fue de Irlanda. El señor De Valera era un medio español fanático del gaélico (estofado irlandés con cebolla española), que encargó a todos los maestros de Irlanda que nos inculcaran la lengua autóctona y nos quitaran la curiosidad a golpes. Nos provocó horas de sufrimiento. Veía con desdén e indiferencia los cardenales que producían las varas de los maestros en nuestros jóvenes cuerpos.
También perdono al cura que m e expulsó del confesionario cuando le confesé los pecados de la masturbación y los robos de peniques del bolso de mi madre. Dijo que no daba muestras del debido propósito de enmienda, sobre todo en los pecados de la carne. Y aunque era cierto, su negativa a concederme la absolución puso mi alma en tal peligro, que si al salir de la iglesia me hubiera aplastado un camión, él habría sido responsable de mi condenación eterna. Perdono a diversos maestros brutales que me levantaran del asiento por las patillas, que me vapulearan regularmente con vara, correa y palmeta cuando vacilaba al dar las respuestas del catecismo o cuando no era capaz de dividir mentalmente 937 entre 739. Mis padres y otras personas mayores me decían que todo era por mi propio bien. Les perdono esas hipocresías galopantes, mientras me pregunto dónde están en estos momentos. ¿En el cielo? ¿En el infierno? ¿En el purgatorio (si es que existe todavía)?
Hasta puedo perdonarme a mí mismo, aunque cuando vuelvo la vista atrás a diversas etapas de mi vida suelto un gemido. Qué burro. Qué temores. Qué estupideces. Qué indecisiones e irresoluciones.
Pero después vuelvo a mirar. Me había pasado la infancia y la adolescencia haciendo examen de conciencia y encontrándome en estado perpetuo de pecado. Ésa fue la formación, el lavado de cerebro,el condicionamiento, y desincentivaba los sentimientos de satisfacción con uno mismo, sobretodo entre los miembros de la clase pecadora