En la década de 1980, los progresos de la reanimación permitieron mantener con vida a recién nacidos cada vez más prematuros. En incubadoras herméticas provistas de lámparas ultravioletas, las condiciones de vida artificial podían regularse con la precisión necesaria para permitir la supervivencia de esas pequeñas formas humanas que los internos llamaban en son de burla afectuosa:"las gambitas". Pero por entonces no se era consciente de que el frágil sistema nervioso de esos bebés no soportaba nada bien las manipulaciones necesarias para su cuidado. Entonces se aprendió a cuidarlos sin contacto físico. Y en el exterior de las incubadoras han aparecido unos carteles:"NO TOCAR".
Los lloros de desamparo que se oían procedentes de las incubadoras, a pesar de la insonorización, le encogían el corazón incluso a las enfermeras más indiferentes, aunque los ignoraban de manera disciplinada. Pero a pesar de la temperatura ideal, de que las condiciones de oxígeno y de humedad estuviesen perfectamente controladas, de una alimentación medida al miligramo, y de los UV...,¡los bebés no crecían! Científicamente era un misterio, casi un desaire. ¿Cómo era posible que, a pesar de unas condiciones tan perfectas, la naturaleza se negase a cooperar?
Los médicos e investigadores se interrogaron al respecto y constataron que una vez salidos de la incubadora, los niños -es decir, los que habían sobrevivido- aumentában rápidamente de peso. Pero un día, en una unidad de neonatología estadounidense, se observó que ciertos bebés, incluso en la incubadora, parecían crecer con normalidad. No obstante, no había nada distinto en los protocolos de los cuidados. Nada...o casi nada.
Una investigación reveló, para asombro de los médicos clínicos, que todos los niños que crecían eran llevados por una misma enfermera de noche que acababa de comenzar a trabajar en el servicio. Preguntada, la joven primero lo dudó, pero luego acabó confesando:era incapaz de soportar el llanto de sus pequeños pacientes. Primero con inquietud, pues estaba prohibido, y luego con una creciente seguridad a la vista de los resultados, había empezado, hacía unas semanas, a acariciar la espalda de los bebés para calmar su llanto. Como no se producía ninguna de las reacciones negativas contra las que la habían advertido, siguió con sus caricias.
Después, en la universidad de Duke, el profesor Schonberg y su equipo confirmaron este resultado en una serie de experiencias realizadas en ratones aislados al nacer. Han demostrado que en ausencia de contacto físico todas las células del organismo se niegan literalmente a desarrollarse.En todas las células, la parte del genoma responsable de la producción de enzimas necesarias para el crecimiento cesa de expresarse, y el cuerpo en su conjunto entra en una especie de estado de hibernación.Por el contrario, si se acaricia la espalda de cada ratoncito mediante un pincel húmedo que imite los lamidos de la lengua que prodiga toda mamá rata en respuesta a las llamadas de sus pequeños, se reanuda la producción de enzimas de inmediato, así como el crecimiento.El contacto emocional es realmente un factor necesario para el crecimiento, e incluso para la supervivencia.
|