Porque suele ser más bello que nuestras almas, que se pudren por la desesperación que acogemos -cándidos nosotros- a lo largo de nuestras vidas. Incluso en un ser enteramente despreciable a la vista podemos adivinar que su interior ha sido lacerado a tal hondura, que se convierte en fortuna que nuestras miradas no penetren más allá de sus horrendos ojos. Nada puede ser más terrible que la visión de un espíritu que, habiendo aspirado a lo más alto, ha descendido al abismo; y esa es el hado que sobre todos se cierne. Poder ver directamente en el alma de otro hombre no podría más que producir espanto, con todas sus tormentas y torturas, sus enormes miserias y su frustración de vivir. Por eso el cuerpo nos protege ante el terror, nos distrae y nos hace pensar que, aunque caprichosamente, la belleza sí se presenta a veces en este mundo plagado infortunio. Porque la belleza corporal es caprichosa en sus apariciones, y ante todo injusta en sus consecuencias, pero hace soportable lo que de otra manera sería un macabro camino hacia la nada, sin pausa alguna en la que descansar el agotamiento.
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