Muy buenas. Tras un pasado foril entregado a las (dudosas) artes de la arlequinería y la chirigota, me creo acreedor al derecho de guardar la máscara en el ropero y, dado que mi estado anímico se haya al borde del funeral de
corpore insepulto, garabatear algunas líneas de deshaogo. Me lo he ganao. La cosa es que en los últimos tiempos, he venido realizando un desempeño laboral algo itinerante por esos pueblos de Dios y, finiquitado el mismo y de vuelta definitiva al lóbrego redil al que acostumbro a llamar "hogar" tras las largas jornadas reflexivas que siempre brinda la soledad propia del viajero, me he terminado por hacer cargo de que mi situación personal a todos los niveles es mucho más nefanda de lo que me había venido conviniendo a admitir. Retirado al fin ese velo de Isis, no es el mejor momento de entregar la cuchara todavía. Aún no, antes al contrario, hay que levantar la frente y escudriñar el horizonte con mirada enérgica y el zurrón rebosante de nuevos proyectos.
El problema deviene cuando tras tanto tiempo intentando doblegar al impertérrito enemigo que te vadea el paso y habiendo probado afanosamente varias armas para su aniquilación (con la inversión de energía y recursos que ello siempre supone), el tipo todavía sigue en pie con la mirada desafiante y apenas algún rasguño en su cota de malla. Reza una creencia popular que de muy poco le sirven las armas al cobarde, vive Dios que empiezo a sospechar que ése puede ser mi caso. A lo que voy es a que, a la postre, se acaba arribando al
status quo en el que empiezan a hacer aguas el entusiasmo, la motivación y las ganas de superarse como motores inmanentes que empujan al individuo hacia sus objetivos. Y lo que es peor, el camino no es eterno, y cuando ya llevas no poco recorrido cabalgando por los senderos pecaminosos a los que te obliga tu patibulario enemigo, esos otrora anhelos e ilusiones, empiezan a aparecer ya difusos, evanescentes, vagos y, como colofón, inexistentes.
Se adentra uno entonces en una dinámica no exenta de peligro, la caracterizada por la inercia existencial, adoleces de un estado vegetativo en el que una parsimoniosa incertidumbre se erige como fiel, única, leal y absoluta compañera de travesía. No, miento. No puedo obviasr la omnipresente sombra del fracaso total, el que se escribe con mayúsculas, el que está acechante, escrutando todos tus movimientos, cerniendo su gélido resuello cada vez más cerca de tu cogote, siempre presto para asestarte el zapatazo definitivo cuando tus aspiraciones vitales ya empiezan a alcanzar parangón con las de un escarabajo estercolero. Puede ser que algo de romántico haya en todo ello. De momento la verdad es que no se lo veo.
Pero no se vayan todavía que ahora viene la parte en la que me vengo arriba y me pongo trascendente. ¿Se puede vivir sin objetivos? ¿Puede llegar uno a estar satisfecho consigo mismo cuando cuenta con toda una mesnada de rotundos fracasos en su haber? ¿Se puede empezar siempre otra vez de cero y llegar hacer efectiva la filosofía del "carpe diem"? Yo creo que la respuesta es un sí rotundo. Cuando -por los mecanismos que fueren- el sujeto consigue asegurar sus necesidades básicas, el éxito/fracaso ya son conceptos ciertamente abstractos, que a veces no están delimitados por aquél que los detenta y que hemos acabado ligando indefectiblemente al logro (o ausencia de) como una suerte de baremo para dictaminar nuestro nivel de realización personal. Esto nos convierte en esclavos de nuestras propias circustancias, en auténticas veletas humanas subordinadas exclusivamente a la dirección en la que sople el viento. No, no, me niego. Aceptar nuestras virtudes y limitaciones y vivir en paz con uno mismo, ése es a partir de ahora mi primordial y verdadero objetivo.
Suficiente por hoy, me voy al bar a por un cafelito y ver si echan algún partido de copa.