YEMAS
Las estructuras encargadas del crecimiento del tallo son las yemas, que también producen hojas y ramificaciones.
A medida que se asciende por una montaña en una zona boscosa, se pueden observar las retorcidas formas que adoptan los árboles en su lucha contra el viento. El aire frío y seco deshidrata y quema las yemas de crecimiento con más saña por el lado en que reciben el viento dominante, de manera que solo brotan las del lado protegido, produciendo la impresión de que el árbol se dobla.
Los árboles que crecen en las laderas rocosas, en las cumbres, en las costas, en los márgenes del bosque, son chaparros, nudosos, retorcidos. Parece que su mera existencia es más producto de la desesperada y obstinada búsqueda de un trozo de suelo al que agarrarse por parte de sus raíces, que de la luz y el calor del sol.
En el fondo de los valles, en la espesura del bosque cerrado, los árboles son altos y rectos como una flecha disparada al sol. Sus ramas se extienden con avidez en todas las direcciones del espacio, sus hojas no dejan de interceptar hasta el último haz de luz que pueda haberse escapado a sus vecinos. Y así, librando una silenciosa y continua guerra, año tras año, día tras día, estiran sus troncos al cielo, y hunden sus raíces en la tierra. Protegidos del viento que quema, no tienen otro obstáculo para crecer que la excesiva cercanía de sus hermanos.
De cuando en cuando, por caprichos del destino, uno de ellos consigue descollar por encima de todos, y alcanza a recibir sin que ningun otro pueda disputársela, la luz directa del sol. Sus ramas se extienden como un asfixiante abrazo sobre las copas de sus vecinos, su tronco engorda rápidamente y consolida su posición inexpugnable, preparándose para afrontar el paso de los siglos. Es el gigante del bosque, una visión impresionante, una maravilla de la naturaleza. Él es el primero en saludar el nuevo día, balanceándose con gracia en la brisa del amanecer, y el último en sumergirse en las brumas de la noche. Quién se atrevería a decir que no es el más fuerte, que no es la culminación de las batallas de su especie por la vida.
Entonces llega ella, la tormenta. La misma en cada generación, aunque en las cortas vidas de los hombres, rápidamente se olvida y se confunde con otras. Pero es ella, la misma cada 100 o 200 años. La que trae la noche en pleno día, y resurge aún mas feroz al ponerse el sol. La que desboca los ríos y levanta los mares. La que deja a los hombres ciegos y sordos, y les recuerda lo pequeños y ridículos que son. Y golpea y ruge, y castiga y reclama su tributo durante un día y una noche. Y al retirarse satisfecha, hasta que se olviden de ella nuevamente, nos deja una sorpresa.
El bosque ha cambiado. Por todas partes ramas rotas, troncos desgajados, raíces arrancadas de la tierra. Árboles caídos, inclinados, partidos, derribados, sepultados, arrancados, mutilados, doblegados. Allí está el gigante del bosque, midiendo el suelo cuan largo era. Varios a su alrededor han sobrevivido a la tormenta con algunas ramas rotas, pero él no, estaba condenado. Era demasiado alto y demasiado pesado, y nunca se había enfrentado al viento sin protección. Al viento que arrancó árboles de cuajo, abrió claros y sacudió hasta el último rincón del bosque. Sus raíces se hundían profundamente en la tierra, pero no se habían extendido lo suficiente en horizontal para compensar su ramaje.
Sin embargo en los márgenes del bosque, en las laderas rocosas, en las cumbres, en las costas, no ha habido grandes cambios. Algunas ramas rotas, algún torturado tronco que se inclina todavía más rozando el suelo. Pero siguen ahí. Aferrándose a la roca desnuda como antes. Soportando el viento. Chaparros, nudosos, retorcidos. Yo sí veo belleza en ellos.