Érase que te érase una vez el vetusto y alabastrino reino de Grünewald. Allí reinaba un digno monarca, adorado de su pueblo y tenido por sabio en todo el continente. Su única hija, una intrépida princesilla que no llegaba a la adolescencia, era toda la familia que tenía, pues la reina había muerto de una terribles fiebres que sufrió tras el parto. No había día en que la pequeña, siempre incordiando entre las almenas y el arsenal, no intentara escapar del castillo, ¡y un día lo consiguió! Vaya si lo consiguió. Corrió por la ciudad, corrió por los campos, corrió por los bosques... Hasta que topó con una malvada bruja enemiga de todos los reinos. Ella la había visto llegar en las gotas de rocío (que revelan el futuro a quien sabe mirar en ellas) y, a sabiendas de quién era la niña, preparó una terrible maldición que la marcaría de por vida:
Cantárida podrida, lujuria malherida.
Ululato de lechuza, y la libertad debruza.
Ósculo de bruja que la maldición dibuja,
si en la vida das un beso que la Muerte rauda acuda.
Y la infantina quedó maldita para siempre: moriría por un beso, con o sin amor, concedido o arrebatado. Cuando volvió a palacio se llevó una buena reprimenda, pero no se atrevió a contar lo sucedido a su padre ni a su querida doncella.
Llegó el día de la menarquia, y eso sólo podía significar una cosa: su padre empezaría a buscarle marido y a organizar unas nupcias reales. La muchacha estaba aterrorizada, sentía la mano de la Muerte pendiendo sobre su cabeza, y sólo traicionando a su deber, a todo lo que significaba ser quien era, podría salvar su vida. A cada pretendiente que agradaba al rey la princesa lo rechazaba ipso facto, rehuyendo la terrible responsabilidad que le había sido impuesta. Su padre no estaba contento, en los reinos vecinos tampoco lo estaban. Hubo palabras mordaces. Hubo amenazas. Finalmente, hubo guerra.
La contienda se había desatado debido a múltiples factores políticos y circunstanciales, pero la princesa, abrumada por la culpabilidad, no dejaba de repetirse que sus rechazos habían propiciado la situación. Huyó de nuevo. Huyó por la ciudad. Huyó por los campos. Huyó por los bosques. Esta vez topó con un dragón.
Tras seis años de cautividad en una inhóspita torre por fin la puerta de su celda se abrió con un chirrido. Un joven de reluciente armadura y con la espada enhiesta había llegado para liberarla.
-¡Vos sois la princesa! ¿No es así? Seguidme y os llevaré a un lugar seguro.
La princesa le siguió rebosante de felicidad, pero en seguida la asaltó un ligero mal augurio. Ciertamente, el joven príncipe que la había rescatado no cejaba en su galanteo, insistente, recalcitrante, y aunque ella hacía todo lo posible por evitarlo no sabía cómo quitárselo de encima. Una noche, después de varias evasivas, él se acercó y, sin pedir permiso, le robó un beso. Cayó fulminada. Muerta entre los brazos de su salvador y asesino. Muerta, como todas las almas perdidas en la pugna de dos reinos decadentes, por un beso.
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