Si alguien me pregunta si soy feliz, probablemente contestaría que sí, pero otras veces me pregunto si quizás nunca he conocido la verdadera felicidad. En el trayecto del metro a casa a la hora de comer, no he dejado de pensar. Como si estuviera hablando conmigo misma. He repasado capítulo a capítulo la historia de mi vida, sintiendome bombardeada por mil pensamientos conexos entre sí, pero que a la vez divergían en otros tantos. Como si me estuviera volviendo loca, o hubiese tomado alguna clase de droga. Empezando por los doce años, época en la que dejé de ser feliz. Entonces he recordado ese poema de Luis Cernuda, grabado a fuego en mi cabeza desde los trece o catorce años, y que me pone los pelos de punta.
No quiero, triste espíritu volver
por los lugares cruzó mi llanto
latir secreto entre los cuerpos vivos
como yo también fui
No quiero recordar
un instante feliz entre tormentos
goce o pena es igual
todo es triste al volver.
Aún recuerdo, como una luz lejana
aquel destino niño
aquellos ojos juveniles
aquella antigua herida.
No, no quisiera volver
sino morir aún más
arrancar una sombra,
olvidar un olvido.
Son infinitas las lágrimas que derramé e incontables las veces que pensé y deseé dejar de vivir, para dejar de sufrir. Es difícil dar alguna explicación lógica, y es una etapa que guardo en lo más profundo de mí. Fueron cuatro años, en los que cada día quería morir. La razón no la tengo clara. En el cole éramos tres amigas fijas. Algunas iban y venían, otras llegaban para quedarse, pero en esencia éramos tres. Era un grupo pequeño de amigas compuesto por las más rarillas de la clase, las señaladas por los demás, y yo no era feliz. A parte de con ellas, con los otros niños y niñas apenas trataba. Pero no porque fuera una solitaria, como me decía a mi misma para tranquilizarme. Era por el terror y la fobia que tenía a involucrarme socialmente. Yo quería salir, desesperadamente, pero una fuerza mayor me lo impedía. Hacía soberanos esfuerzos por arrancar una frase de mi garganta, algo que me había propuesto decir y que no había podido hacerlo en todo el día. Aún recuerdo como en tercero le dije a la chica que se sentaba junto a mi si podía unirme a ella y su amiga para ir al cine. Mi corazón estaba a mil, considero que para lo que era, fui muy valiente. Y me dijo que no. Otro chico que se sentaba detrás de mí no dejaba de reírse de mí en clase de francés. Me tiraba objetos blandos, y empujaba mi silla hacia adelante para molestarme. Y yo no hacía nada, no era capaz. Otra chica se reía preguntándome: María, ¿tú tienes amigos? ¿Los fines de semana te quedas sola?. Cada vez que toda la clase hablaba y yo no tenía con quién hablar lo pasaba mal. Cuando había que hacer algún deporte lo pasaba mal. Cuando el profesor decía que ese hora sería libre lo pasaba fatal. Cuando había que encontrar una pareja me quería morir. Pero, a vosotros, ¿qué os voy a contar? Todos sabéis lo que es sentir que todos los ojos están posados sobre tí. Todos sabéis lo que es sentir que eres el más mierda, que no vales para nada. Todos sabéis lo que es idealizar al resto, verlos como dioses sobre tí. Todo sabéis lo que es la envidia, y lo horrible que es cuando esta tristeza se convierte en odio, ¿o no?
Quizás todo fue por la adolescencia, en general. Tenía un diario en el que cada día escribía lo miserable que era mi vida, y cuanto me gustaría quitarmela, pero me sentía cobarde para tomar esa decisión, aunque fantaseara con ella tan a menudo.
Un día, en bachiller, quemé todos mis diarios, porque contenían mis demonios y recaía al leerlos. Seguía siendo infeliz, aunque no tanto como en el colegio. Creo que había salido de mi depresión. Cambié de colegio y las cosas fueron mejor, y peor a la vez. Mejor porque a esas edades nadie se metía conmigo ni se reía de mi. Peor porque en el otro colegio tenía dos "amigas", y en el nuevo ninguna. Lo malo es que el recreo era en la calle, y aunque yo intentara acoplarme a grupos, nadie me esperaba para ir a la calle y me quedaba sola. Muchos recreos me metía en el cuarto de baño a llorar para que nadie viera que estaba sola. Aún así fui más feliz, y creo que la razón es que conocía a la que ahora es mi mejor amiga fuera del colegio (era una chica con la que también se metían en el colegio), así como a alguna otra chica que empezó a intimar con nosotras para formar lo que ahora es mi actual grupo de amigas. Era como si tuviera dos vidas: una vida "profesional", en el colegio, en el que era incapaz de relacionarme, y la calle, donde no me costaba tantísimo hablar con gente que conocía. Creo que es porque me había ido tan mal en el colegio, que tenía fobia a relacionarme en el ambiente del colegio, aunque fuera pudiera hacerlo algo mejor.
Me sentía algo mejor cuando estaba con ellas, pero seguía sintiéndome miserable, con los restos de esta profunda depresión que en secreto tuve durante tres años. Pero ellas me ayudaron a salir poco a poco, sin ni siquiera saber lo que tenía encima, y cuando empezó la carrera ya estaba bastante recuperada.
Mi primer año de carrera fue indescriptible. Algo cambió dentro de mi, que hizo que por primera vez pudiera relacionarme con la gente de la universidad. Era cambiar de vida: de no hablar con ninguna persona de la clase, no tener nunca compañero, pasar un viaje de fin de curso tan horrible que no olvidaré, ser la rara, la que no tiene amigos, a ser una chica normal que va a la universidad. El año empezó genial, conocí a muchísima gente y mi autoestima comenzó por primera vez a aflorar.
Ese primer semestre fui feliz. Para muchos puede suponer una tontería, porque ya han sido felices previamente. Pero para una chica que desde los trece años no conocía la felicidad, era todo un mundo. Ese año escribí mucho, me sentía eufórica. Hacía mil planes, estaba todo el día por ahí. Era Feliz, de verdad, feliz, muy feliz. Y todo era por el cambio de chip en mi mente. Y no es que fuera la más popular, la más divertida, la más todo. No, era alguien normal, un hecho que quien tiene no valora, pero con el que un fóbico social sueña cada día.
Pero ese año de euforia acabó y cambié de carrera. Y en la nueva carrera no me integré tan bien, como me había pasado el año anterior, el panorama era totalmente distinto. Hice 2 amigas, éramos tres un poco marginadas de la clase, pero las otras dos chicas no eran raras en realidad. Quizás un poco distintas, no lo sé, pero no eran tímidas ni tenían problemas sociales para no hablar con el resto. Simplemente no se integraron por alguna razón y yo me uní a ellas. Pero mi autoestima se había fortalecido mucho y, aunque pasé momentos regulares de no poder hablar con absolutamente nadie cuando no estaban mis amigas, que por cierto repitieron, ya me había hecho fuerte. Tenía un novio normal. Un chico nada tímido, con mucha facilidad para hacer amigos, comprensivo, guapo, y a quién nunca jamás he contado mi historia. Quizás se haya olido algo, no lo sé, pero nunca se la he contado y no sé si algún día lo haré. Es el mayor secreto que tengo dentro de mí. A algunos os parecerá fácil, no sé, pero yo nunca se lo he contado a nadie. Más bien lo he borrado de mi mente.
En resumen, vida normal en la calle, grupo de amigas guay, que al salir de la adolescencia todas dejaron de ser raras. Ahora somos 8 o 9 amigas que hacemos planes, nos apoyamos, salimos juntas, etc. Es una de las cosas que más orgullo me produce, haber conseguido un grupo de amigas. Y lo bueno de haberlo querido tanto en alguna época, es que ahora lo valoro muchísimo, siempre. No lo veo algo normal, lo veo un lujo que me hace feliz. Por lo tanto: vida normal, amigas normales, novio normal, pero me desenvuelvo en el trabajo anormalmente. Es el punto en el que tengo que cambiar, y es porque creo que al haber sido marginada en el colegio, tiendo a identificar el ambiente laboral con eso. Primer trabajo, puff, debieron pensar que era una rara. Prefiero no recordarlo. Estaba muy muy marginada. Segundo trabajo más de lo mismo, aunque menos incomodo porque trabajaba sola en un despacho. Ni a la cena de navidad me invitaron. Tercer trabajo, ¡¡sorprendentemente bien!!. Lo que no quiere decir que esté satisfecha. No soy una rara y me relaciono con mis compañeros, pero lo paso fatal con cualquier cosa. Pedir más trabajo, decir que algo me ha salido mal, preguntar dudas que me conciernen... Mil cosas que no son normales y quiero superar. Pero, ¡joder, como ha cambiado mi vida! Nada tiene que ver esta persona con la que era. He cumplido tantos objetivos, que solo por eso me siento agradecida a la vida. Y lo he hecho SUFRIENDO. Cada día durante años era un sufrimiento. Cosas que para la gente normal son fáciles, yo las he sufrido mil veces hasta acostumbrarme. No hay otra. Porque sabía que QUERÍA SALIR, y QUERÍA CAMBIAR. Esa fue la clave. Luché mucho. Luché el día que le dije a mi compañera si podía ir al cine y me dijo que no. Luché el día en que dije a otra compañera si podía ir a la fiesta en su casa que iba toda la clase, y me dijo que no. Luché todos esos días que en bachiller me emperchaba en un grupo en el recreo, que ni eran mis amigos ni me habían invitado. Luché cuando me empecé a atrever a pedir en las barras de los bares. Luché cada vez que entré en el despacho de un profesor para una tutoría, con el corazón a mil por hora. Luché la primera vez que hice pipi en casa de mi novio, y las mil siguientes. Y luché cuando sentada sola en la clase de la universidad pregunté algo a un compañero, para hablar aunque fuese mínimamente. Esta es mi lucha y mis logros, y si yo lo he conseguido, todos podéis hacerlo.