Los que de verdad nos lo hemos planteado, o sea, que no nos asusta la forma de dejar de vivir, el método o el cómo; y en cambio seguimos todavía por aquí, nos encontramos entre la espada y la pared.
Veréis. Dejar de vivir, morir voluntariamente, suicidarse, etc. No es tan fácil como la gente piensa o quiere imaginar. Y no, no es de cobardes; suicidarse es propio de valientes inconscientes, o de valientes que ya no tienen motivos para seguir adelante.
Cuando ni siquiera importa ya, el hecho en sí de saber que dejarás de vivir, que perderas para siempre la consciencia de ti mismo, y que no te impresionaría ver cómo saltarían tus tendones una vez has seccionado tus muñecas; que a cada latido de corazón emana un chorro de vida que se te escapa de entre ellas. Cuando todo esto pasa a un segundo plano y lo que realmente importa es el poso, las consecuencias para los demás -si es que aún hay alguien a quien le importes-. Amigos, ahí reside la verdadera prueba. Pero, ¿cobardes? Hay que tener valor para dejar de vivir, para, a fin de cuentas, dejar de ser.
Cuando eres consciente de que padeces "algo" que los demás no comprenden, y llegas a la conclusión de que jamás llegarán a entenderlo, ¿cómo actuar? Sientes que, vivo, entre la gente te encuentras fuera de lugar. Pero si te marchas tampoco entenderán por qué lo has hecho y no soluciona ese conflicto personal, propio de nosotros.
Para mí, cada día es una nueva aventura. Algo ya improvisado. No me molesto más en planear el día siguiente, la venidera situación de pánico en el metro o el cómo afrontar una conversación inesperada con alguien que nos coloca en el centro de atención de los demás.
No me importa, y cada día menos, qué piensan los demás sobre mí. Y en cierto modo esa desidia de mí mismo para con los demás, tiene un efecto balsámico en mi perpetua condena a padecer el miedo; porque ya no me importa. Curiosamente, la falta de interés y entusiasmo por las cosas, la ausencia del qué dirán, hace que pueda seguir caminando sin pensar en las zancadillas o los resbalones. Es curioso y triste, y cómico, que cuanto menos ganas tengo que vivir más fácil se me hace la tarea de seguir adelante.
Pero me siento deprimido y, junto con la pérdida de consciencia sobre las críticas de los demás, sus burlas o mis juicios mentales propios; también se me escapa la consciencia de vivir, de lo que hago o querría -o quise- hacer.
Lamento la parrafada y no sé si está bien o mal redactada, o si acaso se entiende la idea que podría expresar. Pero sí, tengo ganas de morir.
|