El fantasma abre la puerta. Sus pies desnudos crujen sobre el entarimado; cada crujido despide ondas de estremecimiento sobre el ojo que duerme. El pijama es de un vago fulgor calcáreo: sobre el que se arrostran mariposas velludas. El aire que aspira es blanco. Sus facciones zozobran entre bucles salvajes y acaobados.
—
¿Eres tú? —tercia el ojo, preñado del profundo espanto que entrevera una felicidad sin límites; su murmullo ahogado vibra en el blancor tenue: que vomita unos ojos fríos y oblongos, con forma del almendra.
—
Oui.
Cuidadosamente se desliza el fantasma por entre los pliegues de oscuridad blanca, entre las sábanas donde yace el ojo, el corazón galopante, las venas henchidas y meándricas. Su silueta forma un pequeño bultito cegador. De la distancia emerge un coro de grillos —allí de entre los matorrales de espino— que blande la noche blanca. Una nota yerma suena en el núcleo del corazón del ojo, difundiéndose astringente.
—
Tú no existes.
El fantasma parpadea, sus pestañas se baten como las alas de un mamífero prehistórico desde su profunda covacha tallada.
—
Sí que existo —opone en un hilo de voz ondulante, insoportablemente dulce, cegadoramente blanco—.
Sí que existo —la voz se escrespa; parece que el fantasma se mofa del ojo—.
Sí que existo —la carcajada se hace tangible: sus espectrales escorzos convulsionan en cadencias disparatadas;
sí que existo: un brazo de dolor intercepta la risa, fundida ahora con el llanto —un plañido inhumano que aquieta el universo de la espesa habitación blanca, que trocea el corazón del ojo—.
Sí que exist—.
Pero no existe. El blanco se fuga del espectro cromático. El bulto se hace cóncavo. Las cortinas se inclinan (frufrú) y dan a traslucir la primera luz de la albura como un fluido ya regurgitado, pavorosamente escatológico e irreal. El ojo yace roto, devastado por dentro al roce áspero de la sábana sin aliento, a la espera (enmudecida, exánime) de que el oleaje de la mañana deposite su corazón en nuevas playas.
Sí que existo.