El roble le dijo un día al junco:
Es normal que acuse a la Naturaleza
para usted un reyezuelo
es una carga pesada.
La menor brisa que arruga
la cara del agua
hace que la cabeza se le arquee.
Sin embargo mi tronco,
como el Cáucaso mismo,
no contento con detener los rayos del sol
es capaz de afrontar una tempestad.
Lo que para usted es un huracán,
para mí es una brisa.
Si creciera a la sombra del follaje
donde yo cubro a mis vecinos,
no tendría que sufrir,
le defendería de la tormenta,
pero nace en los húmedos bordes
del reino de los vientos.
La Naturaleza es injusta con usted.
Su compasión, respondió el junco,
nace de un buen sentimiento,
pero no se preocupe,
a mí los vientos no me abruman,
me inclino y no me rompo.
De momento, usted ha resistido
golpes tremendos
sin tener que doblar la espalda,
pero al final ya veremos.
Cuando dijo estas palabras,
del horizonte sopló con furia
el más terrible viento
que el Norte hubiera llevado
jamás hasta allí.
El roble se mantuvo erguido,
el junco se inclinó,
el viento redobló sus esfuerzos
y arrancó de raíz
aquél que del cielo
estaba mucho más cerca
y cuyos pies se hundían en la tierra