Ayer, al bajar del vagón, vi en la estación de subte (metro) a un hombre sentado en un banco, tocando el bandoneón. La música que interpretaba me deleitó de tal manera que permanecí de pié a unos metros, fingiendo que miraba un puesto de revistas. Pensé en dejarle algunos pesos en el maletín que tenía abierto a sus pies, pero por alguna razón me avergonzaba la idea de hacerlo. Nadie se detenía a escuchar ese bello sonido tan característico de la ciudad del tango, no vi a nadie dejarle siquiera una moneda durante los minutos que me quedé ahí.
Pensé en que debería haber un músico en cada estación, impregnando con un poco de alegría y arte los minutos que demora la espera del próximo tren, o los segundos que toma bajar del vagón para salir a la calle. "Deberían ganar lo bastante por ello", me decía a mí mismo cada vez con mayor convencimiento. La acústica de los andenes subterráneos es de lo más propicia.
Tenía que irme, tomé un billete de cinco pesos y me acerqué al músico. Me agaché sin demasiado apuro y dejé el dinero en el maletín; mientras me levantaba, fui al encuentro de su mirada agradecida. Le devolví una sonrisa.
Era más fácil irme sin más, pero no podía hacerlo. Ojalá me encontrara un bandoneonista cada vez que voy a tomar el subte.