una de las historias que me narraba mi abuelo cuando yo era pequeño
Edward Mordake
Edward Mordake, heredero de un par inglés, fue un hombre que poseía una cara adicional en la parte posterior de su cabeza, que no podía ni comer ni hablar, aunque podía reír y llorar.
Edward rogó a los médicos que le extirparan esta "cabeza demoníaca" porque, le susurraba en un lenguaje satánico por las noches según él, pero ningún médico lo intentó. Se suicidó a los 23 años.
Edward creció y recibió de sus padres toda la atención y el cariño que un niño puede desear, pero la vida no era fácil. Sobretodo dentro de la cabeza del pobre Edward.
Evitaba el contacto ajeno. La humanidad le provocaba un intenso rechazo. Y puede asegurarse que hasta bien entrada la pubertad, Edward no salió nunca de los jardines que delimitaban la fortaleza paterna. El rostro que se había acabado consolidando en su nuca era terrorífico, pero más miedo le producían a Edward las crueles carcajadas de los otros niños y de las maleducadas y escrutadoras miradas de las otras madres y de las criadas que le apuñalaban por la espalda. Todo ese odio se filtraba en la mermada personalidad de ese ser que no era su hermano, pero que tampoco era la voz interna de su conciencia, pues no la podía controlar a su antojo.
Los padres buscaron la manera de aliviar a su hijo de semejante carga, pero las operaciones de cirugía nada desarrolladas por aquel entonces, no aseguraban sobrevivir tras la operación. Lleno de coraje y desesperación, Edward pedía a sus padres luchar por el intento, pero el temor amedrentó la decisión última y los padres no cedieron a la arriesgada petición.
Edward desarrolló un enorme gusto por las letras y fue un talentoso violinista.
Pero a la edad de 23 años y viendo que los médicos nada podían hacer por él, decidió suicidarse.
Sólo dejó una carta. En la que agradecía a sus padres y a sus hermanos el cariño recibido. Al final de la misma, dejaba formulada una petición ineludible: Antes de enterrarlo e introducirlo en el ataúd, los cirujanos debían despojarle de aquel rostro esquemático y deforme con un bisturí. Para que por lo menos, ya una vez muerto, pudiera al fin descansar en paz.