Tengo una extravagante fijación por el fenómeno hikikomori japonés. No han sido pocas las veces en las que he fantaseado con encerrarme en mi habitación, que a modo de nuevo útero materno, se ha convertido en el refugio más maravilloso de todos los que podría siquiera imaginar, el lugar perfecto para la materialización de mis vagos deseos. Y es en efecto esto lo que está dirigiendo mi vida estos últimos años: caer en el peor de los fatalismos, ahorrar todo lo que pueda y pasar el máximo de tiempo posible aislado en una habitación, con los entretenimientos que han dotado a mi existencia de sentido.
No en vano desde los quince años estoy obsesionado por los lugares pequeños, acogedores y oscuros. Sitios aislados, como en las novelas prerrománticas del XVIII, acogedoras, irreales, que en mi imaginación no son más que la representación exagerada de la habitación que me ha visto crecer y en la cual he morado durante toda mi extraña existencia.
En OldBoy, un sujeto es encerrado como castigo por hechos pasados. Pues bien, lo que para Oh Dae Su (Goto en el manga) es una tortura indescriptible, para mi sería el paraíso en la tierra.
Afortunados deben sentirse los japoneses que se encierran en sus habitaciones durante años y años teniendo por delante una vida provechosa de ocio ilimitado y aislamiento absoluto. Incluso, añado, sin estos entretenimientos sería yo feliz, simplemente encerrado mirando una pared desnuda, porque puedo asumir que mi diálogo interior es tan rico que me daría para años y años de contemplación.
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