De pequeño inventé un mundo propio del cual era el rey. Tenía docenas de amigos imaginarios (ninguno de ellos con aspecto humano) que hacía aparecer cuando me apetecía, y hablaba con ellos mentalmente. Todos sabían que era su creador, y me trataban con respeto pero al mismo tiempo con familiaridad. A veces hacía aparecer unos cuantos a la vez, e interactuaban entre ellos.
Pero esto sólo era una parte de mi mundo. También tenía conversaciones mentales con mis muñecos, e incluso con el coche de mi padre cuando viajábamos. Y por si fuera poco, también hablaba con objetos callejeros como farolas o papeleras.
Todo lo dicho era para mí un secreto que no podía revelar a nadie, pues estaba convencido de que si lo hacía ese mundo desaparecería, y perdería el contacto con todos sus seres. De todos modos, a los 11 o 12 años ya casi no me comunicaba con ellos, y empecé a darme cuenta de que no tenía sentido seguir con el tema, que tenía que vivir en el mundo real. Así que un día los reuní a todos y me despedí definitivamente de ellos