Hubo una vez un niño lleno de alegría que corría, saltaba, trepaba y retozaba. Eran días de risas y chirigotas, de sueños y fantasías, interminables jornadas henchidas de luz y de color.
Los malos tiempos llegaron cuando pasaron los años y el cuerpo de aquel infante se tornó en el de un fornido y tosco hombretón de voz ruda, con la cruel particularidad de que bajo la piel de ese gigantón seguía estando todavía el niño, mientras contemplaba angustiado como sus compañeros de generación ya se habían convertido en adultos.
En no pocas ocasiones se preguntó cómo pudo sucederle aquello. Quizá fue por su extrema timidez o por su recalcitrante inseguridad, sea como fuere, el momento de las respuestas quedó ya muy atrás en el tiempo.
A veces juega a que es mayor; trabaja como los mayores, se interesa por la sexualidad como los mayores y asume responsabilidades como los mayores, juegos éstos en los que demuestra una depauperada destreza y su baza de cartas casi nunca es ganadora.
Se consuela pensando que la única diferencia entre los adultos y los niños es el precio de los juguetes, pero tal vez sea ésta una máxima que no siempre le convenció demasiado.
Justamente hoy, ese niño se ha hecho un poco más viejo, pero en su infantil mente aún sigue albergando la cada vez más evanescente esperanza de llegar a ser algún día un hombre…