Miente, y miente desvergonzadamente. Más allá del arcoiris (doy información, doy testimonio; yo estuve allí) sólo hay una habitación pequeña, austera, de planta cuadrada y afinidades decimonónicas. Un único reloj de pared, exánime y en cuyo maderamen se imprimen bajorrelieves que ilustran lo grotesco, lo primordial, lo que siempre se fuga al ojo por su condición de hiperreal, de más real que lo real, de inconvenientemente real −verbigracia: una araña devorando a sus crías, una tras otra, en la secreta placidez de su guarida; un antropomorfo atribulado, enloqueciendo ante un mohoso manuscrito desplegado cuya correcta transliteración significa la muerte; una niña pálida que patalea ociosa, tendida sobre la hierba alta y espesa...− constituye el ornato de la sala. Hace tiempo que el péndulo del reloj no oscila, tiempo, suponemos, porque no se concibe tal cosa como el tiempo: tal es la desdicha de quienes naufragan en esta habitación. Sumado al hecho de que sea imposible perecer aquí dentro, a tenor de los intentos de muerte registrados por las lisas paredes, intentos. Dicen (quién lo puso en circulación, naturalmente, nadie lo sabe) que, pronto, las mismas paredes, ya arraigadas, ya fundidas sobre nuestro hipotálamo, se transmutarán en mariposas leves y risueñas de vivos colores, y que sobre ellas hollaremos el vasto espacio, cualesquiera que sean sus rasgos y condiciones, del que nos hemos visto privados; trémulos y aturdidos, nos desbocaremos sobre la tierra y constataremos que su fertilidad es sólo farsa, simulación, que el sol no calienta ni nos arrulla la luna en la noche insondable de la conciencia; y sólo entonces y por fin sucumbiremos a la nostalgia de la habitación, a su dolorosa simetría, sus ángulos pulimentados, los juegos que tú y yo y todos improvisábamos al abrigo sideral de sus muros...
Así que no me habléis de lo que hay más allá del arcoiris.
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