Tengo que contar algo que me paso el sábado pasado, algo que todavía hoy me parece salido de una ficción.
Mi hermana me había preguntado, en el principio de la semana pasada, si quería acompañarla a un concierto de piano-jazz que tendría lugar en el salón de actos del Colegio en el cual cursé mis estudios secundarios. Desde hace mucho que sé de esos conciertos, organizados por ex estudiantes apasionados de la buena música, pero a pesar de que me interesaba ir siempre desistí de hacerlo porque no me agradaba la idea de ir solo. Ahora que mi hermana empezó a estudiar piano, fue invitada desde el conservatorio, así que no iría solo. Mi cuñado se sumaría, aunque él nunca supo apreciar las expresiones musicales más elevadas. Al menos me sentiría seguro con esa compañía.
Y es que me había acobardado bastante una vez estaba cerca la hora del concierto. Un poco me divertía riéndome de mí mismo y de tan repentinos
sentires fóbicos que hacía tanto no experimentaba (quizá porque hacía mucho que no me exponía a nada novedoso socialmente...); minutos antes de que llegara el momento de ir ya era seducido por la tentación de escaparme del compromiso mediante una excusa, a la vez que me convencía de que estaba siendo un cobarde y un exagerado, que no tenía nada que temer y etc. etc. A estas alturas, no había verdaderas chances de que el miedo me venciera, pero sí resultaba algo molesto.
Ah, pero antes debí haber explicado el porqué de tantos temores, porque lo que se dice ir a un concierto (o cualquier otro espectáculo) no supone, generalmente, apenas interacción social con desconocidos. Lo que me asustaba particularmente era lo que mi hermana había dicho: que habría un intervalo durante el cual convidarían con canapés y vino. Terror: inmediatamente pensé en la mesa concurrida, en la gente toda de clase media-alta con sus conversaciones superfluas y sofisticadas, en las miradas inquisidoras, en quedarse parado sin saber dónde poner los brazos, en... ¡Conversaciones espontáneas con quién sabe quién!
Eso era lo que me inquietaba. Ojalá todo se tratara de sentarse anónimamente y disfrutar de la música. Llegar e irse, ¡listo! Menos mal que tenía a mi hermana para conversar un poco, aunque no demasiado, porque ella y yo somos igual de introvertidos, si no más yo que ella. En cuanto a mi cuñado... evitaría hablarle sobre las interpretaciones porque temía que diera a entender (o dijera directamente, así es él) que se aburría. No quería irritarme, así que mejor prevenir.
Bueno, entonces vamos, y todo era muy bello y agradable. Pese a la poca inversión en infraestructura que se hace en mi país, el salón de actos de ese colegio es bastante elegante y permanece bien mantenido. La iluminación, cálida y perfecta. El piano de cola se veía lujosísimo, no recordaba que fuera tan así ¿Lo habrían cambiado? No creo... siempre estaba cubierto las pocas veces que me metí en el escenario cuando era estudiante (cerraban celosamente el salón de actos a los estudiantes en todo momento, sólo podíamos acceder a él una vez al año o dos, siempre con absoluta vigilancia. Siendo como son los mocosos de descuidados con la infraestructura, lo entendí perfectamente). El señor que tocaría era muy simpático, muy afable, y por supuesto interpretaba maravillosamente. Yo jamás me había interesado seriamente en el jazz, era completamente ignorante de la identidad de todos aquellos músicos del siglo pasado de los que hablaba. Ni siquiera conocía
al señor, que resultó ser una figura de cierto renombre. Pero obviamente nada de eso importaba; no tenía dudas de que mi sensibilidad musical está lo bastante desarrollada como para deleitarme con lo que sea que tocara. Una de las piezas que interpretó en la primera parte:
Mientras transcurría la primera parte, yo guardaba esperanzas todavía de que no habrían primeras ni segundas partes. Seguía temiendo al dichoso intervalo, hasta que al fin llegó, y nos levantamos del asiento para salir hacia el recibidor del Colegio. Como ya lo había supuesto, la edad de la audiencia debía sobrepasar los 50 años para un 80% (o más) del total de personas. Encontrar a alguien joven era anecdótico, y no podía evitar que todo lo que me rodeaba me llevara a pensar en las diferentes expresiones culturales según los estratos sociales, las edades, el nivel de educación...
No me sentí tan incómodo una vez comprobé que el temor a que alguna persona desconocida me iniciara conversación era infundado, a pesar de que yo resaltaba bastante por ser la primera vez que asistía a uno de estos conciertos, por mi edad y -por qué no decirlo- mi estatura. No me creía lo del vino, tan extraña me parecía semejante muestra de refinamiento y elitismo (o al menos así lo percibía), pero sí había: convidaban un vasito ya sea de blanco o tinto. Fui por el tinto, un poco incómodo por lo concurrida que estaba la mesa. Sin ser ni amante ni conocedor de esta bebida, tengo que admitir que estaba muy bueno. Tomé también algunos bocadillos que pasaban ofreciendo en bandejas.
Hasta ahí todo perfecto; estaba a gusto, contento por al fin haber visto tocar el piano en vivo, por haber satisfecho ese anhelo de años de venir a estos conciertos, y me recreaba en la idea de venir al próximo, en el que habrían violín y piano. En un momento, mientras bajo el vasito después de dar el último sorbo de ese buen tinto, mis ojos la ven. Allá, justo en frente de la entrada al salón de actos, estaba ella. No podía ser, eso fue lo que pensé inmediatamente. "No, no puede ser. No, no, no". Y seguí mirándola unos segundos más. ¿Era ella? Sí era, sí.
Ahí estaba, la chica de la que estuve años enamorado durante mi infancia y entrada la adolescencia, la que nunca olvidé, la que estuve recordando estas últimas semanas cada vez más y más hasta soñar con ella. La que nunca más volví a ver desde que tenía 15 años, salvo una vez en la que creí verla andando en bicicleta pero nunca estuve seguro si realmente era ella. Su rostro estaba cambiado, tan hermosa como siempre, pero ya toda una mujer. Ese momento era irreal, ¿justo iba a encontrármela ahí, cuando anteriormente me había recreado imaginando, en broma, que podría ser ese un buen lugar en el que conocer a una chica lo bastante inteligente y culta como para que lograra cautivarme?
No pude más que huir como el cobarde que sigo siendo. Ella no me vio, digo, no cruzó la mirada conmigo. Probablemente ya me había visto antes, pero no quiso que lo notara. No sé, huí y todo era un mar de preguntas, dudas y -cómo no- miedos. Pero todavía en ese momento apenas podía con la sorpresa. Voy al baño, a buscar un poco de soledad.
Así que vuelvo, ya era hora de la segunda parte. Miro a la entrada del salón, ella ya no estaba. Al entrar inspecciono todo lo mejor que puedo, aunque temeroso de encontrarme con su mirada por no saber qué gesticular o si siquiera lograría reaccionar. No la veo por ninguna parte, ni a su madre, a quién conozco y que estaba de espaldas a mí la primera vez que la vi. El señor comienza con una melodía muy oportuna para acompañar la avalancha de emociones que me atravesaban:
Todos los amores que alguna vez sentí dejaron de ser, se apagaron, se transformaron en sincero aprecio, leve enojo-nostalgia o indiferencia; y al cabo de ese tiempo apenas puedo recordar cómo era experimentar esos sentimientos, ni el proceso por el cual tuvieron lugar en un primer lugar. Pero con ella es diferente: todavía hoy, después de tanto, el solo verla me trajo toda esta conmoción. Años pasé sin verla pero pensándola a diario, soñando despierto, preguntándome si algún día podría confesarle lo que sentía. Y ahora, ¿en quién se habrá convertido?, ¿quién será? Seguro es tan inteligente como siempre, con ese carácter misterioso, secretamente triste. ¿Y ahora qué? Existe un lugar donde puedo encontrarla, ¿pero cómo lidiar con mi pusilanimidad, con mis innumerables miedos, con mi paupérrima autoestima, con mi legión de inseguridades? ¿Cómo voy a hacer para tomar en mi puño esta oportunidad del destino, y al menos intentar un acercamiento? Al menos poner a prueba si no le intereso, o si la imagen que tengo de ella no tiene nada que ver con la realidad, o lo que sea que fuere por negativo que sea. Ahora tengo la necesidad de ser un hombre, de tomar mi vida en mis manos, de ir una vez por lo soñado. Espero estar preparado para semejante tarea.
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Lo tenía escrito desde el martes, ya pasó una semana. La intensidad de las emociones se fueron dispersando con los días, entre distracciones y autobloqueos. Y justo hoy, mientras conversaba con un amigo, la menciona repentinamente y de la nada, sin que yo le haya dicho absolutamente nada antes.
"¡Qué fea que está ************!" , soltó. Y yo, obviamente sorprendido, le pregunto que por qué la menciona, y que de fea no tiene nada (está loco). Resulta que la había visto hace unos meses y eso, se le ocurrió contarme precisamente ahora (él también era mi compañero de curso en esa época, de ahí la conoce). Qué divertidas son las casualidades.