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Antiguo 15-jun-2016  

Para Karl Marx, el trabajo conduce a la alienación. El sí-mismo se destruye por el trabajo. Se aliena del mundo y de sí mismo a través del trabajo. Por eso dice que el trabajo es una autodesrealización. En nuestra época, el trabajo se presenta en forma de libertad y autorealización. Me (auto)exploto, pero creo que me realizo. En ese momento no aparece la sensación de alienación. De esta manera, el primer estadio del síndrome burnout (agotamiento) es la euforia. Entusiasmado, me vuelco en el trabajo hasta caer rendido. Me realizo hasta morir. Me optimizo hasta morir. Me exploto a mí mismo hasta quebrarme. Esta autoexplotación es más eficaz que la explotación ajena a la que se refería el marxismo, porque va acompañada de un sentimiento de libertad.

Byung-Chul Han

 
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Antiguo 15-jun-2016  

Cita:
Iniciado por Eloff Ver Mensaje
Para Karl Marx, el trabajo conduce a la alienación. El sí-mismo se destruye por el trabajo. Se aliena del mundo y de sí mismo a través del trabajo. Por eso dice que el trabajo es una autodesrealización. En nuestra época, el trabajo se presenta en forma de libertad y autorealización. Me (auto)exploto, pero creo que me realizo. En ese momento no aparece la sensación de alienación. De esta manera, el primer estadio del síndrome burnout (agotamiento) es la euforia. Entusiasmado, me vuelco en el trabajo hasta caer rendido. Me realizo hasta morir. Me optimizo hasta morir. Me exploto a mí mismo hasta quebrarme. Esta autoexplotación es más eficaz que la explotación ajena a la que se refería el marxismo, porque va acompañada de un sentimiento de libertad.

Byung-Chul Han

Valga aclarar: se habla ahí trabajo asalariado (que, además, es propio de los modos capitalistas); no, simplemente, trabajo "en abstracto", pues, al fin y al cabo, todo lo que sea gasto de energía para transformarse a uno mismo y lo que nos rodea es trabajo. La diferencia se da porque el asalariado implica entrega de tiempo vital y el poder creador individual (poiésis) a cambio -por fuerza de las circunstancias en las que el paso del tiempo ha puesto al trabajador en cuestión- de una remuneración monetaria que le permita la subsistencia (y, contemporáneamente, "lujos" o gustos). En otras palabras, es la enajenación (así "sólo" sean algunas horas del día; aunque hay que señalar que, en no pocas ocasiones, así la jornada laboral termine, la vida del trabajador sigue girando en torno a esta) del ser en pos de una actividad que no realiza potencialidades y deseos -pues se halla regulada por el capital económico y sus poseedores.
 
Antiguo 15-jun-2016  

Cita:
Iniciado por sebasxtian Ver Mensaje
Valga aclarar: se habla ahí trabajo asalariado (que, además, es propio de los modos capitalistas); no, simplemente, trabajo "en abstracto", pues, al fin y al cabo, todo lo que sea gasto de energía para transformarse a uno mismo y lo que nos rodea es trabajo. La diferencia se da porque el asalariado implica entrega de tiempo vital y el poder creador individual (poiésis) a cambio -por fuerza de las circunstancias en las que el paso del tiempo ha puesto al trabajador en cuestión- de una remuneración monetaria que le permita la subsistencia (y, contemporáneamente, "lujos" o gustos). En otras palabras, es la enajenación (así "sólo" sean algunas horas del día; aunque hay que señalar que, en no pocas ocasiones, así la jornada laboral termine, la vida del trabajador sigue girando en torno a esta) del ser en pos de una actividad que no realiza potencialidades y deseos -pues se halla regulada por el capital económico y sus poseedores.
Ciertamente. Qué oportuno que justo comentes, resulta que a partir de aquél texto se me había venido en seguida a la mente, como contraposición, la cita del gran Marco Aurelio que me habías compartido en mi perfil hace tiempo, y que nunca tuve la oportunidad de agradecerte (por no tener vos habilitados los mensajes de visita, y por considerar a un privado algo sobredimensionado): «Entrega tu corazón al oficio que has aprendido y hallarás sosiego».

Pero no me parece que se haga referencia exclusivamente al trabajo asalariado, lo interpreto casi que precisamente haciendo énfasis al trabajador autónomo/empresario "libre", que justamente bajo la ilusión de ser libre se autoexplota en conformidad al imperativo social "rendir más, ganar más", es decir, del éxito y realización personal como sinónimo de mayores ingresos.
¿No está el cliché ese del empresario millonario que, a pesar de todo el capital amarrocado, cae fulminado de un infarto a causa de ser un workaholic? Esos "gustos o lujos" que mencionás al pasar creo que son la clave de este mal: Si el trabajo fuera entendido sólo como medio de subsistencia, se trabajaría lo mínimo indispensable y todo esfuerzo más allá requeriría algún tipo de coerción (y la coerción se instrumentaba, en tiempos de Marx, al nivelar el máximo esfuerzo con los requerimientos mínimos para la subsistencia), pero actualmente, en el capitalismo del derroche y la abundancia, parece existir un mecanismo que logra mantener a la gente trabajando más de lo que necesita para estrictamente subsistir y, encima, con un ímpetu tan brutal que hasta se cobra salud y vidas, y todo sin ningún mecanismo de coerción externo. La explicación es que la coerción se halla ahora en el propio individuo, que entiende que la autorealización es sólo a través del trabajo (asalariado o no, siempre que se hable del que se traduce en dinero), que no hay otros medios de realización, y que es "libre" de hacerlo y por tanto se obliga a sí mismo (si teniendo la oportunidad de realizarme no la aprovecho, ¿no me hará eso un miserable e indigno?). Vemos que hasta los que disponen del capital económico no encuentran aspiraciones creativas y explotación de potencialidades más allá de la obtención de más capital. Sigue explotándose a sí mismo porque es lo que "lo realiza".

En los casos en los que apenas se aspira a subsistir con la más básica dignidad, diría que todo aquello no se aplica y que la coerción ya sigue siendo la misma que en el siglo XIX (que es el escenario más corriente en nuestra Latinoamérica querida, claro está). Pero me ha pasado de conversar con gente de otras mentalidades y me dí cuenta de que no es tanto lo más corriente mi afán centrado en trabajar lo menos posible antes que en ganar lo más posible, sino al contrario. Parece que lo corriente es querer no ganar más para poder trabajar menos, sino ganar más para trabajar más y ganar más. Cuando uno presta atención al discurso de esa gente, empieza a notar el tufo a "dime qué coche conduces y te diré cuánto vales", y se va comprendiendo. El "status", la fanfarronería y toda esa caca con la que quizá muchos acá no tengamos contacto en lo común de la cotidianidad (y qué fortuna), pero que es una parte grande de la realidad, una "mentalidad de fondo" que si no se manifiesta no es porque no tenga efecto, sino porque materialmente está a veces imposibilitada. Todo propiciado por la sociedad del consumo, la publicidad, lo desechable.

Trabajar en sí es una obligación moral, al asumir que es necesario para la subsistencia y la inevitable carga del trabajo en otros si el individuo no realiza el trabajo que es necesario para la suya propia. Obligación moral sólo exenta en casos de incapacidad, sobra decir.
Sin embargo, y por inmoral que sea (y tengo clarísimo que lo es): ¿Cómo no añorar la vida del príncipe, que puede abocarse a la labor creativa que le plazca, al estudio y la lectura, al ocio deportivo, al viaje y la exploración, al aprendizaje de las artes, a la mera contemplación filosófica, incluso al trabajo genuinamente libre, esto es, el que se hace sin interés por ser remunerado? :_

Lo dicho por Marco Aurelio me ha resultado ser absolutamente cierto en muchas ocasiones. ¿Será que en esos momentos logré concentrarme en la actividad en sí, olvidándome de la remuneración y todas las angustias por el "cuánto por tan poco" y "medio para un fin", para valorarlo como fin creativo en sí mismo? ¿Será entonces que la clave está, en otras palabras, en "trabajar como lo haría un príncipe"?

(Perdón por lo extenso, pero evidentemente no puedo ocultar que disfruto de estas disquisiciones. Mucho más que de trabajar... con la actitud de un esclavo).

Última edición por Eloff; 15-jun-2016 a las 19:18.
 
Antiguo 17-jun-2016  

-"No tomas decisiones importantes cuando estás deprimida".

- "-¿Alguna vez quieres borrar cada oración que dices, incluso cuando la dices? -No. -¿No? -No." Pff.

-"Sé honesta contigo cuando sabes que cometes un error, y así aprenderás". Bffffff.
 
Antiguo 20-jun-2016  

 
Antiguo 20-jun-2016  

No, no somos animales. Los animales siguen su instinto, nosotros traicionamos el nuestro, nosotros ni siquiera somos capaces de decidir cuál es el nuestro
 
Antiguo 03-jul-2016  

P. Volvamos a la cuestión del poder del dinero. ¿Tiene usted una explicación válida desde un punto de vista filosófico de por qué en su día los electores de Italia y hoy de España decidieron y deciden llevar al poder a partidos políticos enfangados en la corrupción?

R. Porque hay una enorme abdicación de la política. La política pierde terreno en todo el mundo, la gente ya no cree en ella y eso es muy muy peligroso. Aristóteles nos dice: “Si no quieres estar en política, en el ágora pública, y prefieres quedarte en tu vida privada, luego no te quejes si los bandidos te gobiernan”.

P. La vieja pero hoy tan vigente figura del idiotes aristotélico…

R. Exacto, una figura muy actual. Bien, pues yo siento vergüenza de haber gozado de este lujo privado de estudiar y escribir y de no haber querido entrar en el ágora. Me pregunto qué va a pasar con el fenómeno de las estructuras políticas en sí mismas. Triunfan por todos lados el regionalismo, el localismo, el nacionalismo… vuelve el villorrio. Cuando uno ve que alguien como Donald Trump es tomado en serio por la democracia más compleja del mundo, todo es posible.

http://cultura.elpais.com/cultura/20...01_163889.html
 
Antiguo 03-jul-2016  

Cuando tengo razón, se que realmente la tengo. Me baso en el atípicamente elevado número de veces que se que no la tengo.
 
Antiguo 03-jul-2016  

Qué casualidad, justo ayer hablando del tema.

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El cuerpo utópico

Apenas abro los ojos, ya no puedo escapar a ese lugar que Proust, dulcemente, ansiosamente, viene a ocupar una vez más en cada despertar (1). No es que me clave en el lugar –porque después de todo puedo no sólo moverme y removerme, sino que puedo moverlo a él, removerlo, cambiarlo de lugar–, sino que hay un problema: no puedo desplazarme sin él; no puedo dejarlo allí donde está para irme yo a otra parte. Puedo ir hasta el fin del mundo, puedo esconderme, de mañana, bajo mis mantas, hacerme tan pequeño como pueda, puedo dejarme fundir al sol sobre la playa, pero siempre estará allí donde yo estoy. El está aquí, irreparablemente, nunca en otra parte. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía, es lo que nunca está bajo otro cielo, es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual, en sentido estricto, yo me corporizo.

Mi cuerpo, topía despiadada. ¿Y si, por fortuna, yo viviera con él en una suerte de familiaridad gastada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que finalmente he dejado de ver y que la vida pasó a segundo plano, como esas chimeneas, esos techos que se amontonan cada tarde ante mi ventana? Pero todas las mañanas, la misma herida; bajo mis ojos se dibuja la inevitable imagen que impone el espejo: cara delgada, hombros arqueados, mirada miope, ausencia de pelo, nada lindo, en verdad. Y es en esta fea cáscara de mi cabeza, en esta jaula que no me gusta, en la que tendré que mostrarme y pasearme; a través de esta celosía tendré que hablar, mirar, ser mirado; bajo esta piel tendré que reventar. Mi cuerpo es el lugar irremediable al que estoy condenado. Después de todo, creo que es contra él y como para borrarlo por lo que se hicieron nacer todas esas utopías. El prestigio de la utopía, la belleza, la maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todos los lugares, pero es un lugar donde tendré un cuerpo sin cuerpo, un cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, colosal en su potencia, infinito en su duración, desligado, invisible, protegido, siempre transfigurado; y es bien posible que la utopía primera, aquella que es la más inextirpable en el corazón de los hombres, sea precisamente la utopía de un cuerpo incorpóreo. El país de las hadas, el país de los duendes, de los genios, de los magos, y bien, es el país donde los cuerpos se transportan tan rápido como la luz, es el país donde las heridas se curan con un bálsamo maravilloso en el tiempo de un rayo, es el país donde uno puede caer de una montaña y levantarse vivo, es el país donde se es visible cuando se quiere, invisible cuando se lo desea. Si hay un país mágico es realmente para que en él yo sea un príncipe encantado y todos los lindos lechuguinos se vuelvan peludos y feos como osos.

Pero hay también una utopía que está hecha para borrar los cuerpos. Esa utopía es el país de los muertos, son las grandes ciudades utópicas que nos dejó la civilización egipcia. Después de todo, las momias, ¿qué son? Es la utopía del cuerpo negado y transfigurado. La momia es el gran cuerpo utópico que persiste a través del tiempo. También existieron las máscaras de oro que la civilización micénica ponía sobre las caras de los reyes difuntos: utopía de sus cuerpos gloriosos, poderosos, solares, terror de los ejércitos. Existieron las pinturas y las esculturas de las tumbas; los yacientes, que desde la Edad Media prolongan en la inmovilidad una juventud que ya no tendrá fin. Existen ahora, en nuestros días, esos simples cubos de mármol, cuerpos geometrizados por la piedra, figuras regulares y blancas sobre el gran cuadro negro de los cementerios. Y en esa ciudad de utopía de los muertos, hete aquí que mi cuerpo se vuelve sólido como una cosa, eterno como un dios.

Pero tal vez la más obstinada, la más poderosa de esas utopías por las cuales borramos la triste topología del cuerpo nos la suministra el gran mito del alma, desde el fondo de la historia occidental. El alma funciona en mi cuerpo de una manera muy maravillosa. En él se aloja, por supuesto, pero bien que sabe escaparse de él: se escapa para ver las cosas, a través de las ventanas de mis ojos, se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es bella, es pura, es blanca; y si mi cuerpo barroso –en todo caso no muy limpio– viene a ensuciarla, seguro que habrá una virtud, seguro que habrá un poder, seguro que habrá mil gestos sagrados que la restablecerán en su pureza primigenia. Mi alma durará largo tiempo, y más que largo tiempo, cuando mi viejo cuerpo vaya a pudrirse. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil, móvil, tibio, fresco; es mi cuerpo liso, castrado, redondeado como una burbuja de jabón.

Y hete aquí que mi cuerpo, por la virtud de todas esas utopías, ha desaparecido. Ha desaparecido como la llama de una vela que alguien sopla. El alma, las tumbas, los genios y las hadas se apropiaron por la fuerza de él, lo hicieron desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, soplaron sobre su pesadez, sobre su fealdad, y me lo restituyeron resplandeciente y perpetuo.

Pero mi cuerpo, a decir verdad, no se deja someter con tanta facilidad. Después de todo, él mismo tiene sus recursos propios de lo fantástico; también él posee lugares sin lugar y lugares más profundos, más obstinados todavía que el alma, que la tumba, que el encanto de los magos. Tiene sus bodegas y sus desvanes, tiene sus estadías oscuras, sus playas luminosas. Mi cabeza, por ejemplo, mi cabeza: qué extraña caverna abierta sobre el mundo exterior por dos ventanas, dos aberturas, bien seguro estoy de eso, puesto que las veo en el espejo; y además, puedo cerrar una u otra por separado. Y sin embargo no hay más que una sola de esas aberturas, porque delante de mí no veo más que un solo paisaje, continuo, sin tabiques ni cortes. Y en esa cabeza, ¿cómo ocurren las cosas? Y bien, las cosas vienen a alojarse en ella. Entran allí –y de eso estoy muy seguro, de que las cosas entran en mi cabeza cuando miro, porque el sol, cuando es demasiado fuerte y me deslumbra, va a desgarrar hasta el fondo de mi cerebro–, y sin embargo esas cosas que entran en mi cabeza siguen estando realmente en el exterior, puesto que las veo delante de mí y, para alcanzarlas, a mi vez debo avanzar.

Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y cerrado: cuerpo utópico. Cuerpo absolutamente visible, en un sentido: muy bien sé lo que es ser mirado por algún otro de la cabeza a los pies, sé lo que es ser espiado por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido cuando menos me lo espero, sé lo que es estar desnudo; sin embargo, ese mismo cuerpo que es tan visible, es retirado, es captado por una suerte de invisibilidad de la que jamás puedo separarlo. Ese cráneo, ese detrás de mi cráneo que puedo tantear, allí, con mis dedos, pero jamás ver; esa espalda, que siento apoyada contra el empuje del colchón sobre el diván, cuando estoy acostado, pero que sólo sorprenderé mediante la astucia de un espejo; y qué es ese hombro, cuyos movimientos y posiciones conozco con precisión pero que jamás podré ver sin retorcerme espantosamente. El cuerpo, fantasma que no aparece sino en el espejismo de los espejos y, todavía, de una manera fragmentaria. ¿Acaso realmente necesito a los genios y a las hadas, y a la muerte y al alma, para ser a la vez indisociablemente visible e invisible? Y además ese cuerpo es ligero, es transparente, es imponderable; nada es menos cosa que él: corre, actúa, vive, desea, se deja atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Sí. Pero hasta el día en que siento dolor, en que se profundiza la caverna de mi vientre, en que se bloquean, en que se atascan, en que se llenan de estopa mi pecho y mi garganta. Hasta el día en que se estrella en el fondo de mi boca el dolor de muelas. Entonces, entonces ahí dejo de ser ligero, imponderable, etc.; me vuelvo cosa, arquitectura fantástica y arruinada.

No, realmente, no se necesita sortilegio ni magia, no se necesita un alma ni una muerte para que sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y cosa; para que sea utopía basta que sea un cuerpo. Todas esas utopías por las cuales esquivaba mi cuerpo, simplemente tenían su modelo y su punto primero de aplicación, tenían su lugar de origen en mi propio cuerpo. Estaba muy equivocado hace un rato al decir que las utopías estaban vueltas contra el cuerpo y destinadas a borrarlo: ellas nacieron del propio cuerpo y tal vez luego se volvieron contra él.

En todo caso, una cosa es segura, y es que el cuerpo humano es el actor principal de todas las utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los hombres se contaron a ellos mismos, ¿no es el sueño de cuerpos inmensos, desmesurados, que devorarían el espacio y dominarían el mundo? Es la vieja utopía de los gigantes, que se encuentra en el corazón de tantas leyendas, en Europa, en Africa, en Oceanía, en Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo alimentó la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.

También el cuerpo es un gran actor utópico, cuando se trata de las máscaras, del maquillaje y del tatuaje. Enmascararse, maquillarse, tatuarse, no es exactamente, como uno podría imaginárselo, adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más bello, mejor decorado, más fácilmente reconocible; tatuarse, maquillarse, enmascararse, es sin duda algo muy distinto, es hacer entrar al cuerpo en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el signo tatuado, el afeite depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje: todo un lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que llama sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, el poder sordo de lo sagrado o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el afeite colocan al cuerpo en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar que no tiene lugar directamente en el mundo, hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio imaginario que va a comunicar con el universo de las divinidades o con el universo del otro. Uno será poseído por los dioses o por la persona que uno acaba de seducir. En todo caso la máscara, el tatuaje, el afeite son operaciones por las cuales el cuerpo es arrancado a su espacio propio y proyectado a otro espacio.

Escuchen, por ejemplo, este cuento japonés y la manera en que un tatuador hace pasar a un universo que no es el nuestro el cuerpo de la joven que él desea:

“El sol disparaba sus rayos sobre el río e incendiaba el cuarto de las siete esteras. Sus rayos reflejados sobre la superficie del agua formaban un dibujo de olas doradas sobre el papel de los biombos y sobre la cara de la joven profundamente dormida. Seikichi, tras haber corrido los tabiques, tomó entre sus manos sus herramientas de tatuaje. Durante algunos instantes permaneció sumido en una suerte de éxtasis. Precisamente ahora saboreaba plenamente la extraña belleza de la joven. Le parecía que podía permanecer sentado ante ese rostro inmóvil durante decenas y centenas de años sin jamás experimentar ni fatiga ni aburrimiento. Así como el pueblo de Menfis embellecía antaño la tierra magnífica de Egipto de pirámides y de esfinges, así Seikichi con todo su amor quiso embellecer con su dibujo la piel fresca de la joven. Le aplicó de inmediato la punta de sus pinceles de color sostenidos entre el pulgar, el anular y el dedo pequeño de la mano izquierda, y a medida que las líneas eran dibujadas, las pinchaba con su aguja sostenida en la mano derecha”.

Y si se piensa que la vestimenta sagrada, o profana, religiosa o civil hace entrar al individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red invisible de la sociedad, entonces se ve que todo cuanto toca al cuerpo –-dibujo, color, diadema, tiara, vestimenta, uniforme–, todo eso hace alcanzar su pleno desarrollo, bajo una forma sensible y abigarrada, las utopías selladas en el cuerpo.

Pero acaso habría que descender una vez más por debajo de la vestimenta, acaso habría que alcanzar la misma carne, y entonces se vería que en algunos casos, en su punto límite, es el propio cuerpo el que vuelve contra sí su poder utópico y hace entrar todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el espacio del otro mundo, todo el espacio del contramundo, en el interior mismo del espacio que le está reservado. Entonces, el cuerpo, en su materialidad, en su carne, sería como el producto de sus propias fantasías. Después de todo, ¿acaso el cuerpo del bailarín no es justamente un cuerpo dilatado según todo un espacio que le es interior y exterior a la vez? Y también los drogados, y los poseídos; los poseídos, cuyo cuerpo se vuelve infierno; los estigmatizados, cuyo cuerpo se vuelve sufrimiento, redención y salvación, sangrante paraíso.

Realmente era necio, hace un rato, de creer que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí irremediable y que se oponía a toda utopía.

Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, está ligado a todas las otras partes del mundo, y a decir verdad está en otra parte que en el mundo. Porque es a su alrededor donde están dispuestas las cosas, es con respecto a él –y con respecto a él como con respecto a un soberano– como hay un encima, un debajo, una derecha, una izquierda, un adelante, un atrás, un cercano, un lejano. El cuerpo es el punto cero del mundo, allí donde los caminos y los espacios vienen a cruzarse, el cuerpo no está en ninguna parte: en el corazón del mundo es ese pequeño núcleo utópico a partir del cual sueño, hablo, expreso, imagino, percibo las cosas en su lugar y también las niego por el poder indefinido de las utopías que imagino. Mi cuerpo es como la Ciudad del Sol, no tiene un lugar pero de él salen e irradian todos los lugares posibles, reales o utópicos.

Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en saber que tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo esto no se organiza, todo esto no se corporiza literalmente sino en la imagen del espejo. De una manera más extraña todavía, los griegos de Homero no tenían una palabra para designar la unidad del cuerpo. Por paradójico que sea, delante de Troya, bajo los muros defendidos por Héctor y sus compañeros, no había cuerpo, había brazos alzados, había pechos valerosos, había piernas ágiles, había cascos brillantes por encima de las cabezas: no había un cuerpo. La palabra griega que significa cuerpo no aparece en Homero sino para designar el cadáver. Es ese cadáver, por consiguiente, es el cadáver y es el espejo quienes nos enseñan (en fin, quienes enseñaron a los griegos y quienes enseñan ahora a los niños) que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese contorno hay un espesor, un peso, en una palabra, que el cuerpo ocupa un lugar. Es el espejo y es el cadáver los que asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica del cuerpo; es el espejo y es el cadáver los que hacen callar y apaciguan y cierran sobre un cierre –-que ahora está para nosotros sellado– esa gran rabia utópica que hace trizas y volatiliza a cada instante nuestro cuerpo. Es gracias a ellos, es gracias al espejo y al cadáver por lo que nuestro cuerpo no es lisa y llana utopía. Si se piensa, empero, que la imagen del espejo está alojada para nosotros en un espacio inaccesible, y que jamás podremos estar allí donde estará nuestro cadáver, si se piensa que el espejo y el cadáver están ellos mismos en un invencible otra parte, entonces se descubre que sólo unas utopías pueden encerrarse sobre ellas mismas y ocultar un instante la utopía profunda y soberana de nuestro cuerpo.

Tal vez habría que decir también que hacer el amor es sentir su cuerpo que se cierra sobre sí, es finalmente existir fuera de toda utopía, con toda su densidad, entre las manos del otro. Bajo los dedos del otro que te recorren, todas las partes invisibles de tu cuerpo se ponen a existir, contra los labios del otro los tuyos se vuelven sensibles, delante de sus ojos semicerrados tu cara adquiere una certidumbre, hay una mirada finalmente para ver tus párpados cerrados. También el amor, como el espejo y como la muerte, apacigua la utopía de tu cuerpo, la hace callar, la calma, y la encierra como en una caja, la clausura y la sella. Por eso es un pariente tan próximo de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte; y si a pesar de esas dos figuras peligrosas que lo rodean a uno le gusta tanto hacer el amor es porque, en el amor, el cuerpo está aquí.

Por Michel Foucault *

https://redfilosoficadeluruguay.word...chel-foucault/
 
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