"I never dreamed of any enormity greater than I have committed. I never knew, and never shall know, a worse man than myself."
"[...] for a man is rich in proportion to the number of thing which he can afford to let alone."
"Little is to be expected of that day, if it can be called a day, to which we are not awakened by our Genius, but by the mechanical nudgings of some servitor, are not awakened by our own newly-acquired force and aspirations from within, accompanied by the undulations of celestial music, instead of factory bells, and a fragrance filling the air—to a higher life than we fell asleep from; and thus the darkness bear its fruit, and prove itself to be good, no less than the light."
Henry David Thoreau - Walden or Life in the Woods
***
"INÉS.—(Mirándolo.) Por favor, la boca.
GARCIN.—(Sacado de su ensimismamiento.) ¿Qué?
INÉS.—¿No podría estarse quieto con la boca? Da vueltas como una peonza ahí, debajo de su nariz.
GARCIN.—Le pido perdón; no me daba cuenta.
INÉS.—Eso es lo malo. (Tic de GARCIN.) ¡Otra vez! Tiene usted la pretensión de ser una persona bien educada y no se cuida de sus gestos. Pero no está usted solo y no tiene derecho a imponerme el espectáculo de su miedo. (GARCIN se levanta y va hacia ella.)
GARCIN.—¿Y usted no tiene miedo?
INÉS.—¿Y para qué? El miedo estaba bien «antes», cuando aún teníamos esperanza.
GARCIN.— (Suavemente.) Ya no hay esperanza, es cierto, pero seguimos estando «antes». Todavía no hemos empezado a sufrir, señorita.
INÉS.—Ya lo sé. (Una pausa.) ¿Y entonces? ¿Qué va a venir ahora?
GARCIN.—Yo no lo sé. Me limito a esperar. (Un silencio. GARCIN vuelve a sentarse. INÉS vuelve a su paseo. GARCIN tiene el tic de la boca. A una mirada de INÉS, oculta el rostro entre sus manos. Entran ESTELLE y el MOZO.)"
"INÉS.—¡Estelle!
ESTELLE.—¿Qué hay?
INÉS.—¿Qué ha hecho usted? ¿Por qué la han traído aquí?
ESTELLE.—(Vivamente.) Yo no sé nada, nada absolutamente... Hasta me pregunto si no habrá sido un error. (A INÉS.) No se sonría así. Piense en la cantidad de personas que..., que se ausentan cada día que pasa. Llegan aquí por millones y no se encuentran más que subalternos, empleados sin ninguna instrucción. ¿Cómo quieren que no haya errores? No, no se sonría así... (A GARCIN.) Diga usted alguna cosa,vamos. Si se han equivocado en mi caso, también pueden haberse equivocado en el suyo. (A INÉS.) Y en el suyo también. ¿No es mejor creer que estamos aquí por un error?
INÉS.—¿Es todo lo que tiene que decirnos?
ESTELLE.—¿Qué más quieren saber? No tengo nada que ocultar. Yo era huérfana y pobre... Cuidaba de mi hermano pequeño. Un viejo amigo de mi padre me pidió en matrimonio. Era un hombre rico y bueno... y acepté. ¿Qué hubiera hecho otra persona en mi lugar? Mi hermano estaba enfermo y su salud exigía los mayores cuidados. Viví seis años con mi marido sin una sombra... Hace dos años me encontré con una persona a la que quise verdaderamente. Nos reconocimos en seguida. Quería que me fuera con él, pero yo no quise. Después de eso, tuve la neumonía; y eso es todo. Claro que alguien podría reprocharme, en virtud de ciertos principios, que haya sacrificado mi juventud a un hombre viejo, no sé... (A GARCIN.) ¿Cree usted que eso sea una falta?
GARCIN.—Desde luego que no. (Una pausa.) ¿Y a usted le parece que sea una falta el que uno viva según sus propios principios?
ESTELLE.—¿Quién podría reprocharle una cosa así?
GARCIN.—Yo dirigía un diario pacifista. Estalla la guerra. ¿Qué hacer? Todo el mundo tenía los ojos clavados en mí. «¿Se atreverá?» Pues bien: sí me atreví. Me crucé de brazos y me fusilaron. ¿Dónde está la falta? A ver, ¿dónde está la falta?
ESTELLE.—(Le pone la mano en el brazo.) No hay ninguna falta. Usted es...
INÉS.—(Termina, irónicamente.) Un héroe. ¿Y su mujer, Garcin?
GARCIN.—¿Qué pasa con ella? La saqué del arroyo, como se dice.
ESTELLE.—(A INÉS.) ¡Ya lo ve! ¡Ya lo ve!
INÉS.—Sí, ya veo. (Una pausa.) ¿Para quién representan la comedia? Estamos en familia.
ESTELLE.—(Con insolencia.) ¿En qué familia?
INÉS.—En la de los asesinos, quiero decir. Estamos en el infierno, nenita, y nunca se producen errores; a la gente no se la condena por nada.
ESTELLE.—Cállese.
INÉS.—¡En el infierno! ¡Condenados! ¿Lo oyen? ¡Condenados!
ESTELLE.—Cállese, por favor. ¿Quiere callarse de una vez? Le prohíbo que emplee palabras tan groseras.
INÉS.—Está condenada la santita. Condenado el héroe irreprochable. Todos tuvimos nuestro momento de placer, ¿no es cierto? Hay gentes que han sufrido por nuestra causa hasta la muerte, y eso nos divertía mucho, ¿no? Pues ahora hay que pagarlo.
GARCIN.—(Levanta la mano.) ¿Se va a callar o no?
INÉS.—(Lo mira sin miedo, pero con inmensa sorpresa.) ¡Ah, ya sé! (Una pausa.) ¡Espere! Ya lo he comprendido. ¡Ya sé por qué nos han puesto juntos! ¡Ya lo sé!
GARCIN.—Tenga cuidado con lo que va a decir.
INÉS.—Van a ver cómo es una tontería, ¡una solemne tontería! No tenemos tortura física, ¿verdad? Y, sin embargo, estamos en el infierno. Y nadie tiene que venir. Nadie. Estaremos nosotros solos y juntos para siempre, ¿no? En resumen, aquí falta alguien: el verdugo.
GARCIN.—(A media voz.) Ya lo sé, sí.
INÉS.—Es fácil, han hecho economías en el personal; eso es todo. Los mismos clientes hacen el servicio, como en esos restaurantes cooperativos.
ESTELLE.—¿Qué quiere decir?
INÉS.—El verdugo es cada uno de nosotros para los demás. (Una pausa asimilando la noticia.)
GARCIN.—(Al fin, con una voz suave.) Yo no seré nunca un verdugo. No les deseo ningún mal y no tengo nada que ver con ustedes. Nada. Es muy fácil lo que hay que hacer; que cada uno se quede en su rincón: usted allí, usted ahí y yo aquí. Y silencio. Ni una sola palabra. No es difícil, ¿verdad? Cada uno tiene ya bastante consigo mismo. Yo creo que podría quedarme diez mil años sin hablar.
ESTELLE.—¿Qué tengo yo que hacer? ¿Callarme?
GARCIN.—Sí; y nos..., nos habremos salvado. Callarse. Mirar dentro de sí, no levantar nunca la cabeza. ¿Estamos de acuerdo?
INÉS.—Sí, de acuerdo.
ESTELLE.—(Duda un momento.) Bueno, de acuerdo.
GARCIN.—Entonces, adiós. (Va a su canapé y oculta el rostro entre las manos. Silencio. INÉS se pone a cantar para sí misma.)"
"[...] Eso sí que no! Yo quiero elegir mi propio infierno; quiero mirarlos a plena luz y luchar a cara descubierta."
"INÉS.—¡Ah!, esa es la cuestión, en efecto. ¿Fueron esas las verdaderas razones? Tú razonabas, no querías comprometerte a la ligera. Pero el miedo, el odio y todas las porquerías que uno se oculta, son «también» razones. Así que tú busca, interrógate."
"GARCIN.—¿Y no será de noche nunca?
INÉS.—Nunca.
GARCIN.—¿Y tú me verás siempre?
INÉS.—Siempre. (GARCIN abandona a ESTELLE y da algunos pasos por la habitación. Se acerca a la estatua.)
GARCIN.—La estatua... (La acaricia.) ¡En fin! Este es el momento. La estatua está ahí; yo la contemplo y ahora comprendo perfectamente que estoy en el infierno. Ya os digo que todo, todo estaba previsto. Habían previsto que en un momento..., este..., yo me colocaría junto a la chimenea y que pondría mi mano sobre la estatua, con todas esas miradas sobre mí... Todas esas miradas que me devoran... (Se vuelve bruscamente.) ¡Cómo! ¿Solo sois dos? Os creía muchas más. (Ríe.) Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas... Qué tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás."
A puerta cerrada
"Me sentía a la vez cansado y sobrexcitado. No quería pensar más en lo que ocurriría al alba, en la muerte. Aquello no venía bien con nada, sólo encontraba algunas palabras y el vacío. Pero en cuanto trataba de pensar en otra cosa, veía asestados contra mí caños de fusiles. Quizás veinte veces seguidas viví mi ejecución; hasta una vez creí que era real: debí de adormecerme durante un minuto. Me llevaban hasta el muro y yo me debatía, les pedía perdón. Me desperté con sobresalto y miré al belga; temí haber gritado durante mi sueño. Pero se alisaba el bigote, nada había notado. Si hubiera querido creo que hubiera podido dormir un momento: hacía cuarenta y ocho horas que velaba; estaba agotado. Pero no deseaba perder dos horas de vida: vendrían a despertarme al alba, les seguiría atontado de sueño y reventaría sin hacer ni “uf”; no quería eso, no quería morir como una bestia, quería comprender. Temía además sufrir pesadillas. Me levanté, me puse a pasear de arriba abajo y para cambiar de idea me puse a pensar en mi vida pasada. Acudieron a mí, mezclados, una multitud de recuerdos. Había entre ellos buenos y malos —o al menos así los llamaba yo
antes. Había rostros e historias. Volví a ver la cara de un pequeño novillero que se había dejado cornear en Valencia, la de uno de mis tíos, la de Ramón Gris. Recordaba algunas historias: cómo había estado desocupado durante tres meses en 1926, cómo casi había reventado de hambre. Me acordé de una noche que pasé en un banco de Granada: no había comido hacía tres días, estaba rabioso, no quería reventar. Eso me hizo sonreír. Con qué violencia corría tras de la felicidad, tras de las mujeres, tras de la libertad. ¿Para qué? Quise libertar a España, admiraba a Pi y Margall, me adherí al movimiento anarquista, hablé en reuniones públicas: tomaba todo en serio como si fuera inmortal.
Tuve en ese momento la impresión de que tenía toda mi vida ante mí y pensé: “Es una maldita mentira”. Nada valía puesto que terminaba. Me pregunté cómo había podido pasar, divertirme con las muchachas: no hubiera movido ni el dedo meñique si hubiera podido imaginar que moriría así. Mi vida estaba ante mí terminada, cerrada como un saco y, sin embargo, todo lo que había en ella estaba inconcluso. Intenté durante un momento juzgarla. Hubiera querido decirme: es una bella vida. Pero no se podía emitir juicio sobre ella, era un esbozo; había gastado mi tiempo en trazar algunos rasgos para la eternidad, no había comprendido nada. Casi no lo lamentaba: había un montón de cosas que hubiera podido añorar, el gusto de la manzanilla o bien los baños que tomaba en verano en una pequeña caleta cerca de Cádiz; pero la muerte privaba a todo de su encanto."
"En el estado en que me hallaba, si hubieran venido a anunciarme que podía volver tranquilamente a mi casa, que se me dejaba salvar la vida, eso me hubiera dejado frío. No tenía más a nadie, en cierto sentido estaba tranquilo. Pero era una calma horrible, a causa de mi cuerpo: mi cuerpo, yo veía con sus ojos, escuchaba con sus oídos, pero no era mío; sudaba y temblaba solo y yo no lo reconocía. Estaba obligado a tocarlo y a mirarlo para saber lo que hacía como si hubiera sido el cuerpo de otro. Por momentos todavía lo sentía, sentía algunos deslizamientos, especies de vuelcos, como cuando un avión entra en picada, o bien sentía latir mi corazón. Pero esto no me tranquilizaba: todo lo que venía de mi cuerpo tenía un aire suciamente sospechoso. La mayoría del tiempo se callaba, se mantenía quieto y no sentía nada más que una especie de pesadez, una presencia inmunda pegada a mí. Tenía la impresión de estar ligado a un gusano enorme. En un momento dado tanteé mi pantalón y sentí que estaba húmedo, no sabía si estaba mojado con sudor o con orina, pero por precaución fui a orinar sobre el montón de carbón."
El muro
Jean Paul Sartre
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"Pero esta reflexión, por el momento, sólo nos proporciona una noción, la de lo absurdo. A su vez, ésta no nos aporta sino una contradicción en lo que concierne al problema del asesinato. El sentimiento de lo absurdo, cuando se pretende ante todo extraer de él una regla de acción, hace al asesinato por lo menos indiferente y, por consiguiente, posible. Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y no podemos afrmar valor alguno, todo es posible y nada tiene importancia. Nada de pro ni de contra, el asesino no tiene ni deja de tener razón. Se pueden atizar los crematorios como puede uno dedicarse al cuidado de los leprosos. Maldad y virtud son azar o capricho.
Se decidirá entonces no obrar, lo que equivale por lo menos a aceptar el asesinato de otro, sin perjuicio de deplorar armoniosamente la imperfección de los hombres. Se imaginará también reemplazar la acción por el diletantismo trágico; y en ese caso, la vida humana se convierte en una apuesta. Por fin, uno puede proponerse emprender una acción que no sea gratuita. En este último caso, por falta de un valor superior que oriente la acción, uno se dirigirá en el sentido de la eficacia inmediata. No siendo nada verdadero ni falso, bueno ni malo, la regla consistirá en mostrarse el más eficaz, es decir, el más fuerte. Entonces el mundo no se dividirá ya en justos e injustos, sino en amos y esclavos. Así, hacia cualquier lado que uno se vuelva en el centro de la negación y del nihilismo, el asesinato ocupará su lugar privilegiado.
Por lo tanto, si pretendemos instalarnos en la actitud absurda, debemos prepararnos para matar, dando así paso a la lógica por encima de los escrúpulos, que estimaremos ilusorios. Por supuesto, será necesarias algunas disposiciones, pero, en suma, menos de las que se cree, a juzgar por la experiencia. Por lo demás, siempre es posible, como se ve ordinariamente, mandar matar. Todo se arreglaría, pues, en nombre de la lógica, si verdaderamente la lógica encontrase en ella algún provecho.
Pero la lógica no puede encontrar provecho en una actitud que le advierte alternativamente que el asesinato es posible e imposible. Pues después de haber hecho por lo menos indiferente el acto de matar, el análisis absurdo, en la más importante de sus consecuencias, termina condenándolo. La conclusión última del razonamiento absurdo es, en efecto, el rechazo del suicidio y el mantenimiento de esa confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo. El suicidio significaría el fin de esta confrontación y el razonamiento absurdo considera que no podría aprobarlo sino negando sus propias premisas. Semejante conclusión, según el, sería huida o liberación. Pero es claro que, al mismo tiempo, ese razonamiento admite la vida como el único bien necesario, pues permite esa confrontación y sin ella la apuesta absurda no tendría apoyo. Para decir que la vida es absurda, la conciencia necesita estar viva. ¿Cómo, sin una notable concesión al gusto del bienestar, se puede conservar para sí mismo el beneficio exclusivo de semejante razonamiento? Desde el instante en que este bien se reconoce como tal, es el de todos los hombres. No se puede dar una coherencia al asesinato si se la niega al suicidio. Un espíritu imbuido en la idea del absurdo admite sin duda el asesinato por fatalidad, pero no podría aceptar el asesinato por razonamiento. Ante la confrontación, asesinato y suicidio son una misma cosa que hay que aceptar o rechazar juntamente.
Así, el nihilismo absoluto, el que acepta la legitimación del suicidio, va a parar más fácilmente todavía al asesinato lógico. Si nuestro tiempo admite con facilidad que el asesinato tiene sus justificaciones, es a causa de esa indiferencia por la vida que caracteriza al nihilismo. Ha habido, sin duda, épocas en que la pasión de vivir era tan fuerte que también ella estallaba en excesos criminales. Pero esos excesos eran como la quemadura de un goce terrible. No eran ese orden monótono instaurado por una lógica indigente a los ojos de la cual todo se iguala. Esta lógica ha llevado los valores del suicidio de que nuestra época se ha nutrido hasta su consecuencia extrema, que es el asesinato legitimado. Al mismo tiempo, culmina en el suicidio colectivo. La demostración más evidente la proporcionó el apocalipsis hitleriano de 1945. Destruirse no era nada para los locos que se preparabanen sus madrigueras una muerte apoteótica. Lo esencial era no destruirse solo y arrastrar a todo un mundo consigo. De cierta manera, el hombre que se mata en la soledad preserva todavía un valor, porque, al parecer, no se reconoce derechos sobrela vida de los demás. Prueba de ello es que nunca utiliza para dominar a otro la terrible fuerza y la libertad que le da su decisión de morir; todo suicidio solitario, cuando no es por resentimiento, es, en cierto modo, generoso o despreciativo. Pero se desprecia en nombre de alguna cosa. Si el mundo es indiferente al suicida es porque éste tiene una idea de lo que no le es o podría no serle indiferente. Se cree destruir todo y llevarse todo consigo, pero de esa muerte misma renace un valor que quizá habría merecido que viviera. La negación absoluta no se agota, pues, con el suicidio. Sólo puede agotarla la destrucción absoluta, de sí mismo y de los demás. No se la puede vivir, por lo menos, sino tendiendo hacia ese límite deleitable. Suicidio y asesinato son aquí dos aspectos de un mismo orden, el de una inteligencia desdichada que prefiere al sufrimiento de una condición limitada la negra exaltación en la que tierra y cielo se aniquilan.
De la misma manera, si se niegan sus razones al suicidio, no es posible dárselas al asesinato. No se es nihilista a medias. El razonamiento absurdo no puede a la vez preservar la vida del que habla y aceptar el sacrificio de los demás. Desde el momento en que se reconoce la imposibilidad de la negación absoluta, y es reconocerla el vivir de alguna manera, lo primero que no se puede negar es la vida de los demás. Así, la misma noción que nos dejaba creer que el asesinato era indiferente lo despoja en seguida de sus justificaciones; volvemos a la condición ilegítima de la cual habíamos tratado de salir. Prácticamente, semejante razonamiento nos asegura al mismo tiempo que se puede y que no se puede matar. Nos abandona a la contradicción, sin nada que pueda impedir el asesinato o legitimarlo, amenazadores y amenazados, arrastrados por toda una época febril de nihilismo, y, no obstante, en la soledad, con las armas en la mano y un nudo en la garganta."
"Yo grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y tengo que creer por lo menos en mi protesta. La primera y la única evidencia que me es dada así, dentro de la experiencia absurda, es la rebelión. Privado de toda ciencia, obligado a matar o a consentir que se mate, no dispongo sino de esta evidencia, que se refuerza además con el desgarramiento en que se halla. La rebelión nace del espectáculo de la sinrazón ante una condición injusta e incomprensible. Pero su impulso ciego reivindica el orden en medio del caos y la unidad en elcorazón mismo de aquello que huye y desaparece. Grita, exige, quiere que elescándalo cese y que se fije por fin lo que hasta ahora se escribía sin tregua sobre el mar. Su preocupación consiste en transformar. Pero transformar es obrar, y obrar será mañana matar, cuando no sabe si el asesinato es legítimo. Engendra justamente las acciones cuya legitimación se le pide. Es necesario, pues, que la rebelión extraiga sus razones de sí misma, pues no puede extraerlas de ninguna otra parte. Es necesario que consientan en examinarse para aprender a conducirse."
"La espatonsa tristeza de Epicuro produce ya un sonido nuevo. Nace, sin duda, de una angustia de la muerte que no es extraña al espíritu griego. Pero el acento patético que toma esta angustia es revelador. 'Se puede uno asegurar contra toda clase de cosas, pero en lo que concierne a la muerte seguimos siendo todos como los habitantes de una ciudad desmantelada.' Precisa Lucrecio: 'La sustencia de este vasto mundo está reservada a la muerte y a la rutina.' ¿Por qué, pues, dejar el goce para más tarde? 'De espera en espera -dice Epicuro- consumimos nuestra vida y nos morimos todos sobre el trabajo.' Por lo tanto, hay que gozar. ¡Pero qué goce extraño! Consiste en cegar los muros de la ciudadela, en asegurarse el pan y el agua en la sombra silenciosa. Puesto que la muerte nos amenaza, hay que demostrar que la muerte no es nada. Como Epicteto y Marco Aurelio, Epicuro destierra a la muerte del ser. 'La muerte no es nada para nosotros, pues lo que está disuelto es incapaz de sentir, y lo que no se siente no es nada para nosotros. ¿Es la nada? No, pues todo es materia en este mundo y morir significa solamente volver al elemento. El ser es la piedra. La voluptuosidad particular de la que habla Epicuro reside sobre todo en la ausencia de dolor, es la dicha de las piedras. Para eludir el destino, en un admirable movimiento que se volverá a encontrar en nuestros grandes clásicos, Epicuro mata la sensibilidad, que es la esperanza. Lo que el filósofo griego dice de los dioses no se entiende de otro modo. Toda la desdicha de los hombres procede de la esperanza que los arranca del silencio de la ciudadela, que los arroja sobre las murallas a la espera de la salvación. Estos movimientos irrazonables no tienen otro efecto que el de reabrir llagas, cuidadosamente vendadas. Por eso Epicuro no niega a los dioses; los aleja, pero tan vertiginosamente que el alma no tiene ya otro recurso que el de amurallarse de nuevo. 'El ser dichoso e inmortal nada tiene que hacer ni nada quehacer a nadie.' Y Lucrecio insiste: 'Es incontestable que los dioses, por su naturaleza misma, gozan de nuestros cuidados, de los que están eternamente desligados.' Olvidemos, pues, a los dioses, no pensemos nunca en ellos y 'ni la inmortalidad en medio de la paz más profunda, ajenos a vuestros pensamientos durante el día ni vuestros sueños por la noche os causarán preocupaciones."
Citado de Dostoievski (Los Hermanos Karamazov): "Si Aliosha hubiese sacado en conclusión que no hay Dios ni inmortalidad, se habría hecho en seguida ateo y socialista. Pues el socialismo no es solamente cuestión obrera: es, sobre todo, la cuestión del ateísmo, de su encarnación contemporánea, la cuestión de la torre de Babel, que se construye sin Dios, no para alcanzar los cielos de la tierra, sino para bajar los cielos hasta la tierra."
"El Gran Inquisidor está viejo y cansado, pues su ciencia es amarga. Sabe que los hombres son más peresozos que cobardes y que prefieren la paz y la muerte a la libertad para discernir el bien y el mal. Siente compasión, una compasión fría, por ese paso silencioso al que la historia desmiente sin cesar."
Albert Camus - El Hombre Rebelde