Dos días después de la celebración mundial en honor a las mujeres, no viene mal un poco de aire fresco y revitalizante
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(AVISO: Hace falta MUCHO sentido del humor para esto, sobretodo si se es mujer).
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El violador
Ahora que todos los negros son buenos y todos los maricones unos seres muy simpáticos, a ver si la sociedad ésta se reúne y decide de una vez que no todos los violadores somos mala gente. A veces he tenido que oír que en guerras de ésas que pasan por la tele, del tercer mundo o del este de Europa –que cada vez se acercan más, esto ya empieza a acojonar un poco–, más atroces aún que las bajas civiles se quieren considerar las violaciones perpetradas a las mujeres. Y no, hombre, eso no. No hay derecho. Siempre será mejor violar a una mujer y dejarla viva, que no violarla y matarla. Yo no sería capaz de matar a una mujer, no tendría estómago para ello. Pero violarlas, les aseguro que no produce ningún remordimiento.
Claro que entiendo que, hoy en día, con el miedo que da llevarle la contraria a la opinión pública femenina –o, mejor dicho, a las pocas mujeres que acceden a los medios de comunicación; en otras palabras: a las que no representan a nadie–, todos tenemos que agachar la cabeza y decir que sí, que una violación es peor y más aberrante que la misma muerte. Porque si lo negamos, siempre acaban arguyendo lo mismo: «Es que vosotros nunca podréis saber lo que se siente al ser violado». Hombre, eso es relativo, aunque ellas seguirán diciendo que una violación a un hombre no es lo mismo que una violación a una mujer. Así pueden seguir obteniendo el beneficio de la duda, y seguir aprovechándose de ese privilegio que les proporciona el supuesto horror absoluto que provoca la mera mención de una violación femenina. Hacen que el hombre se sienta culpable al saberse posibilitado para violarlas –aunque jamás se le haya pasado tal barbaridad por la cabeza; bueno, je, je, ¿a quién no se le ha pasado por la cabeza?–, y entonces uno les consiente todo, víctima de un chantaje emocional implícito, como si ya tuviéramos que disculparnos a priori por nuestra capacidad de follarlas, o incluso de sentir deseo sexual.
De todas formas, hay que reconocer que, en el fondo, ahora que lo pienso, en eso de que una violación a un hombre no es lo mismo que a una mujer, tienen razón: yo he violado alguna vez a un hombre –cuando todavía no había decidido por qué género decantarme–, y les puedo jurar que no tiene nada que ver con violar a una mujer. Vamos, ni punto de comparación.
De todas formas, reincidiendo –en el sentido legal de la palabra– en lo escrito anteriormente, ¿qué importa que un hombre no pueda saber lo que es ser violado? A esto se podría aducir que tampoco sabemos lo que es tener un hijo, y hasta ahora ninguna ha preferido matarse a tenerlos. En todo caso, prefiere matarlo a él, a la pobre criatura. Y tampoco es que tengan demasiados remordimientos para hacerlo. Pero claro, eso sí que no podemos castigarlo. Ellas se cargan al hijo y no pasa nada. Pobrecitas, qué pena me dan. Seguro que lo han hecho por una cuestión de necesidad. En cambio, nosotros sólo intentamos que nos den algo de cariño, y ya somos unos criminales aborrecibles. Y nuestras necesidades, ¿qué? Y ellas se aprovechan de eso, como siempre. Así que le hacen creer a todo el mundo que no hay cosa peor que una violación. A lo mejor no hay cosa peor, pero yo prefiero vivir, por muchas veces que me hubieran violado, a que me maten. Al menos después podré elegir si deseo seguir viviendo. Si al final quiero realmente morir, pues me suicido y ya está. Pero siempre será mejor dejar decidir a la persona, ¿no? ¿No lo creen ustedes así? Y, entre nosotros, yo que he violado a muchas mujeres, déjenme decirles algo: no es para tanto.
Porque, recuperando el hilo lógico de mi razonamiento, a eso es a lo que iba. Yo no soy tan mala gente, si se paran a pensarlo. Sí, abuso sexualmente de una persona contra su voluntad. ¿Y? De otras abusan laboralmente, de otras afectivamente, y de otras económicamente. Y no pasa nada. Es más, la ley no suele penar ni una mínima proporción de todos esos casos: ¿quién mete en la cárcel al hijoputa que te ha robado el corazón? La realidad es que estamos acostumbrados a todo tipo de abusos.
Entonces, ¿por qué no a las violaciones? ¿Por qué seguimos demonizando a los violadores, como si fueran monstruos, cuando son personas normales y corrientes, honrados padres de familia con una pequeña afición que da la casualidad de que ahora está considerada un delito y tipificada como tal? No digo yo que no haya que castigarlo, pero tampoco exageremos. Que una violación es sólo eso, una violación, y a veces ni siquiera sabes si lo es. En el fondo, ¿cómo va uno a estar seguro, si igualmente, desde el principio de los tiempos, ellas nunca te dicen si quieren follar o no? Ellas nunca te dicen nada. Porque, entre ustedes y yo, ¿con cuántas mujeres se han acostado a lo largo de su vida que hayan accedido verbalmente a hacer el amor, diciendo «sí» explícitamente? Permítanme dudar que sean demasiadas. Sin embargo, ¿con cuántas mujeres se han acostado que al principio dijeran claramente «no»? Con algunas, ¿verdad? –y si no lo han hecho, amigos míos, déjenme decirles que se han perdido ustedes muchos buenos polvos. Eso, en cierta forma, les convierte también a ustedes en violadores, ¿no? Siguieron adelante, sin un consentimiento previo, contra la voluntad de ellas, ¿verdad? ¿O contra la «aparente» voluntad de ellas? ¿Quizá es que estaban ustedes seguros de que cuando ellas decían «no» en realidad querían decir «sí»? ¿Se supone entonces que debemos estar siempre adivinando lo que en realidad piensan ellas? ¿Y cómo vamos a poder saberlo nunca con seguridad? ¿Lo saben acaso ellas alguna vez con seguridad? ¿Y cómo vamos a poder fiarnos de un género humano que ni siquiera es capaz de decir lo que piensa y desea? Yo se lo diré, amigos, no se preocupen, que para eso ya estoy al otro lado de la ley: sencillamente, uno no puede fiarse. Si un hombre respetara desde el principio lo que opina una mujer, el ser humano se habría extinguido hace eras.
Así que todo el juego consiste sólo en eso: nunca retirarte antes de tiempo. Y yo me limito a saber aguantar hasta el final. ¿Cómo voy a estar seguro de si quieren follar o no, si nunca me lo van a decir? De hecho, antes de descubrir este maravilloso y revolucionario método que ha cambiado de golpe mi vida, en aquellos años en que, como cualquier otro tipo vulgar, aún seguía al pie de la letra el rito de apareamiento de la civilización occidental –léase citas–, siempre follaba más cuando aceptaba de buen grado la primera y rotunda negativa de mis acompañantes femeninas, haciéndoles creer que no me importaba acostarme o no con ellas: luego venían ellas a mí, más sumisas que un chihuahua, y acababan chupándome la *****, se lo juro a ustedes.
Yo también pasaba, por supuesto, por todos los prolegómenos de rigor: la cena, los locales nocturnos, las bebidas para emborracharlas, los halagos... En el fondo, era lo mismo que violarlas, pero además engañándolas o, mejor dicho, permitiéndoles que se autoengañaran ellas solas, pues no creo que fueran tan tontas como para no saber lo que estaban haciendo, aunque su manera de acercarse oblicuamente a todas las cosas nunca les permita ser sinceras consigo mismas: créanme, llegué a conocerlas bien, y tan tontas no pueden ser ni, de hecho, lo son. Yo sabía exactamente lo que tenía que hacer y decir, cuánto dinero invertir en ellas, y el método a seguir para lograr que se abrieran de patas sin que me dijeran nada, porque sabía que nada me iban a decir, aparte de una ligera protesta inicial.
Pero acabó siendo muy cansado, y me harté de repetir ese laborioso y rutinario proceso. Así que decidí saltármelo. Ahora, en vez del marisco, las copas, el champán y la conversación irrelevante, me limito a utilizar un destornillador para que se bajen las bragas –que, a fin de cuentas, es el objetivo último que todos buscamos–, y las follo directamente, sin esperar a que acaben de decidirse, sin engañarlas ni sentirme un estafador. Claro que siguen protestando, pero eso ya lo hacían antes. Ahora me siento realizado y sincero con ellas, no tengo que maquillar las cosas y consigo que, por fin, afronten y reconozcan abiertamente el hecho sexual, ese hecho que siempre evitan encarar, como si fuera un sentimiento exclusivo de los hombres para motivo de la vergüenza y escarnio de éstos. Ya no me siento mal pensando que les oculto mis verdaderas intenciones. Ya no les miento. Y les prometo que, manda cojones, por el brillo de sus ojos, a alguna parece que hasta le gusta, aunque por supuesto nunca sería capaz de reconocerlo ante ella misma –tampoco son capaces de reconocer ante ellas mismas casi ninguna otra cosa. Vale, no soy tan ciego como para pensar que les gusta a todas. Ser violada debe ser un mal rollo, lo confieso, y violar no está bien –niños, no hagáis esto en casa, ni fuera de ella: os lo dice un experto; ah, y si tenéis que hacerlo, utilizad al menos un condón, que vete a saber lo que podéis pillar con según quién. Pero de ahí a matarlas, hay un trecho. A algunas mujeres las he traumatizado, sí, pero para otras me he convertido en su mejor experiencia sexual. Eso debería ser una eximente, ¿no? Tampoco exijo que me cuelguen una medalla, pero moral, éticamente y desde cualquier otro punto de vista, yo, que siempre me he considerado una persona de izquierdas, me niego a que me juzguen como si fuese peor que un asesino. Al menos, que reconozcan eso. Por ello no es justo que se pidan penas tan altas para las personas como yo. Y menos la castración. Vamos, eso es una salvajada. A los Derechos Humanos me remito.
Una cosa es que se diga que todos los violadores están enfermos, que no saben lo que hacen, y que eso les exime de cualquier responsabilidad –no sé los demás, pero yo no me considero enfermo para nada; soy responsable de mis actos, sé exactamente lo que hago, y me gusta–, y otra, que todos deberían estar capados. Hombre, no exageremos. Si violar es un crimen tan atroz, ¿es que castrar no lo es? Al parecer, según la sociedad «civilizada», no.
Sería de desear una serie de campañas informativas y cívicas, bajo algún lema apropiado –desde mi modesta aportación, yo propondría por ejemplo «Violar también es amar», que siempre quedaría bonito y como sensible–, para que los ciudadanos puedan conocer mejor a ese ser marginado e incomprendido que es el violador, víctima y verdugo al mismo tiempo de una sociedad reprimida y represiva. Esas campañas yo las haría extensivas a las prisiones, lugares donde los violadores tienen especialmente mala prensa, para que los compañeros reclusos nos respeten un poquito más: créanme, no es nada reconfortante pensar que a una condena en la cárcel se sumará casi con seguridad el acoso por parte de innumerables malhechores e indeseables dispuestos a dejarte el culo como un abrevadero de patos. En la calle, la ley defiende a la víctima de una violación. Pero, en la cárcel, ¿quién defiende al violador violado? ¡Nadie!
Por eso lanzo desde aquí mi reivindicación de que los violadores no somos gente tan monstruosa ni despreciable. Sólo tenemos mala fama. Somos como los demás, como usted o como aquel otro. Hay de todo, como en todo. Como en los taxistas.
Eso sí, las mujeres son todas unas putas. Seguro que ustedes lo han pensado también alguna vez, ¿verdad? ¿Lo ven? Entonces estamos todos de acuerdo.
Del libro "Todas putas", de Hernán Migoya
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