Un extraño murmullo, como el de mil moscas, agita el aire tórrido de la selva vietnamita. Los pequeños y flacuchos, casi esqueléticos, campesinos que trabajan de sol a sol en los arrozales comienzan a preguntarse entre sí en su idioma: "¿Qué es ese sonido?".
Los activistas del Vietcong pronto se dispersan, avisando a todo el poblado. "¡Es un ataque!", grita uno de los cabecillas. Y como las hormigas de un hormiguero removido por un palo tieso e inflexible, todos se preparan para lo inevitable.
Pues es cierto, ya que el murmullo se está haciendo audible. Se trata de ese inenarrable ruido, más fuerte que las aspas de los helicópteros, más cacofónico que la suave melodía de las canciones populares tocadas con el dan gao. Unas notas que se vuelven cada vez más estridentes y parece como si fueran a rasgar la tranquila mañana tropical.
Por fin, allá surgen, decenas de helicópteros de combate norteamericanos en el horizonte, acudiendo raudos a la costa, como buitres hacia un animal herido, el poblado vietnamita, que está a punto de ser destruido gracias a la orden de un enloquecido coronel de caballería aérea.
Los campesinos tratan de defenderse como pueden pero saben que no sobrevivirán al ataque. Muchos incluso huyen aterrados. Ya el sonido es insoportable, y sólo sería solapado a duras penas por las taladrantes ametralladoras o las explosiones de los objetivos reventados por los misiles.
La cabalgata de las valquirias había comenzado
¡Me encanta el olor del napalm por la mañana!