Imagina que, en una interminable travesía por el desierto, encuentras un oasis de gran tamaño cuando ya no tenías esperanzas, cuando estabas abocado a una muerte casi segura. Supón que en él, encuentras la belleza, la sombra, el agua y los nutrientes que no pudiste imaginar, y sabes que ahí nunca te va a faltar de nada. Pero con el paso del tiempo, el oasis deja de parecerte un paraíso; los dátiles se han vuelto insípidos, el agua ya no es un lujo, los sonidos ya no son música y el aburrimiento te entumece el alma. Y no sales de ahí porque, como buen cobarde que eres, no sabes si más allá del horizonte habrá otro puesto de avituallamiento. Además, continúan patentes los malos recuerdos de tus anteriores periplos bajo el Sol implacable…
Por otro lado, le has cogido cariño a ese lugar, eres dependiente emocional y valoras mucho lo que ese vergel ha hecho por ti (y tú por él, cultivándolo y mimándolo). Pero ese pensamiento de hastío y de muerte en vida no te deja tranquilo. Llega un momento en que tienes que elegir entre morir de aburrimiento o morir de sed, y empiezas a pensar que lo segundo, por lo menos, te confiere un mínimo de dignidad.
Acaso lo menos egoísta sea no gastar los preciosos recursos del lugar y dejar que se regenere, para que otro lo pueda disfrutar. Pero la verdadera desgracia radica en que no te decides, y te dedicas a mirar embobado la sombra de las palmeras moviéndose de oeste a este, día tras día…
Puede que, al fin y al cabo, las frondosidades que creemos tangibles sólo sean espejismos evanescentes; trampas mortales que te demoran en tu verdadero camino, por muy errático que éste sea…
A ese oasis le podéis poner nombre de mujer (o de hombre), si queréis…