No puedo, le dije. ¡No puedo!
-¿Estás seguro?, me preguntó.
-Sí, nada me gustaría más, pero sé que no puedo.
Se sonrió, me miró a los ojos bajando la voz, cosa que hacía siempre que quería ser escuchado atentamente, y me dijo:
-¿Me permites que te cuente algo?
Y mi silencio fue suficiente respuesta. Juan empezó a contar.
Cuando era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de ellos eran los animales. También a mí como a otros (después me enteré), me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enorme bestia hacía el despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal. Pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver a la pista, el elefante quedaba sujeto por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera clavado en el suelo, apenas enterrado a unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente. ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años yo todavía confiaba en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre o a algún tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido alguna respuesta coherente.
Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca y sólo lo
recordaba cuando me encontraba con alguno que también se había hecho la misma pregunta.
Hace algunos años descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta: El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca muy parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro que en aquel momento el elefantito empujó y tiró, sudaba tratando de soltarse, y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió a intentarlo, y también al otro y al que seguía.
Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal acepto su
impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso que vemos en el circo, no escapa porque cree, ¡pobre!, cree que no puede.
Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia. Y lo peor es que jamás se ha puesto a cuestionar seriamente ese registro.
Jamás, jamás intentó poner a prueba su fuerza otra vez.
Y así es, todos somos un poco como ese elefante del circo: vamos por la vida atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos creyendo que un montón de cosas NO PODEMOS, simplemente porque alguna vez, en el pasado, probamos y no pudimos. Hicimos entonces lo del elefante, grabamos en nuestro recuerdo: NO PUEDO Y NUNCA PODRE.
Hemos crecido portando este mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y nunca más volvimos a intentar. Cuando mucho de vez en cuando sentimos los grilletes, hacemos sonar las cadenas o miramos de reojo la estaca y confirmamos el estigma: No puedo y nunca podré.
Tu única manera de saberlo es intentar de nuevo poniendo en el intento todo tu corazón.
De Jorge Bucay. Cuentos para pensar.