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Antiguo 05-jun-2013  

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Comparto este artículo, que a mí me sirvió mucho hace semanas, espero que a ustedes también
Si bien nunca llegué a tener fobia social, sólo ansiedad, me dió motivación.

"SUFRÍ UNA FOBIA SOCIAL QUE ME IMPEDÍA SALIR A LA CALLE"

(por Mariana Fernández, estudiante de derecho; tuvo fobia social y está recuperada)

Dejás de ser quien eras. La autora, una persona sin problemas psíquicos visibles, entró en una vorágine de temor al contacto con el otro. Quizás una educación rígida y la idea de agradar siempre surgieron como las causas de un problema que duró 14 años.



El ahogo me oprimía el pecho y opacaba las luces del boliche adonde había ido a bailar. Atronadora para mis oídos, de repente tan sensibles, la música acompañaba el vértigo. Veía todo nublado y me costaba respirar. El cuerpo ya no me respondía. A punto de desmayarme, necesité salir, superar las náuseas y tranquilizar mi corazón descontrolado. Nunca me había sentido tan mal.

Esa fue la primera crisis, la manera como se manifestó lo que mucho más tarde supe que se llamaba fobia social. Tenía 19 años. Mis padres viajaban por el extranjero y me habían recomendado no trasmitirles malas noticias mientras estuvieran lejos. No les avisé. Para repeler el pánico, los días siguientes me encerré en casa, con mi prima Eli. Les impedí a ella y a mis solícitos vecinos descorrer cortinas y abrir ventanas.

Una amenaza sin forma ni nombre me maniataba.

Incapaz de ahuyentarla, encontré entre las paredes un refugio precario, necesario. Cual víctima de un conjuro, la chica que diariamente veían correr del trabajo a la Facultad de Derecho, a los entrenamientos de hockey o a las clases de inglés, siempre dinámica y rodeada de amigas, se había transformado en un pajarito asustado y tembloroso.

A medida que pasaban los días, empeoré. La comida se agolpaba en mi garganta en un bollo imposible de tragar.

Aun en sueños, el terror me acechaba, debía levantarme, tomar agua, convencerme de que estaba a salvo. Mis padres seguían sin enterarse de mi estado. Con mi habitual autosuficiencia, confiaba en poder arreglarme sola. No me animaba a confesarlo: me sentía más necesitada que nunca.

Dejé de trabajar. La distancia que separaba mi casa del estudio jurídico donde estaba empleada se me volvió insalvable, un abismo imposible de sortear.

No podía enfrentar el simple hecho de caminar por la calle o tomar un colectivo. A la abogada del estudio le disgustaron mis razones. Luego se compadeció y me recomendó a una amiga, psiquiatra.

“Andate de tu casa.” Ese fue el consejo de la psiquiatra en la primera consulta. Así de directa. Buscaba una ayuda y recibí un sopapo. Acusé recibo. Por un lado, resonaban en mis oídos l os prejuicios de mi papá para quien los psicólogos siempre quieren separar las parejas y las familias. Y por otro, no podía negar la verdad que asomaba en sus palabras. Yo soñaba con ser maestra jardinera, pero mi padre sugirió que siguiera una carrera importante. El resultado estaba a la vista: vivía como un suplicio cada examen y a pesar de que estudiaba con fervor casi religioso, fracasaba. El Derecho se había convertido en una obligación. Y mi flojo desempeño no compensaba el dinero que mi familia invertía en la universidad privada.

La psiquiatra vio que todo mi ser se había transformado en el campo de batalla de mis propias tensiones. Supo medicarme y contenerme. Con paciencia, fue sacando a la luz mis deseos, como cachorritos dormidos. Al mes, yo parecía lista para volver al ruedo.

Mis padres regresaron y se negaron a creer lo que vecinos y amigos les contaban: el pánico, el malestar continuo, el insomnio, la imposibilidad de tragar. Preferí no agregar nada. Seguía el tratamiento y la iba piloteando. Para ellos, yo estaba “normal”.

¿Cómo explicarles lo que me ocurría si yo misma no lo comprendía? Mi padre era muy católico, docente universitario. Tremendamente estricto con todas las normas: pedí perdón, pedí permiso, agradecé, portate bien, sé buena en esto y en aquello. Yo respondía con temor reverencial, ante él buscaba mostrarme perfecta, sin fisuras ni flaquezas.

A él, las sesiones le parecieron muy caras. Cuánto alivio habría sentido si se hubiera mostrado dispuesto a pagar lo que fuera con tal de verme bien. Pero no. La psiquiatra no pidió una entrevista para explicarle porque yo le comenté que descreía que él cambiara de opinión y ella no quería presionarme ni ponerme en una situación incómoda. Se ofreció, en cambio, a recomendarme a alguien de la obra social. Con esa profesional me atendería en adelante. ¿En adelante, dije? Fui para atrás, muy para atrás.

Empecé la ronda médica: gastroenterólogo, cardiólogo, médico de tiroides, pasé por todas las especialidades, ninguna daba en la tecla. Me remonto a veinte años atrás: nadie reconocía en mi dolor de vientre, la sudoración en las manos, los ahogos, la dificultad para salir y caminar, un trastorno de otro tipo. Incluso la nueva psiquiatra les restaba importancia a mis síntomas. “¿A quién le gusta ir al shopping cuando hay mucha gente?”, me decía. “Yo no puedo salir a la calle, siento que la gente se me viene encima, camino agarrándome de las paredes, la taquicardia no me deja respirar”. “Ya va a pasar”, pretendía tranquilizarme. Pasaron, claro, catorce años.

Parece inexplicable pero no lo es, me aferré a esa profesional por miedo. Me llevaba a los ponchazos, sin mucho conocimiento, pero me iba sacando. O eso me empeñaba en creer. Entre mis padres y yo se había levantado un muro de incomprensión, cimentado en ladrillos de pequeñas negaciones cotidianas. A menudo, insistían en llevarme de viaje o a comer afuera: “Total, ¿qué te va a hacer?”. Para mí era una tortura.

Perdí amigas; el payasito simpático que las ayudaba a enganchar chicos ahora tenía la mueca triste. Aunque no quería demostrar lo mal que estaba, mi rostro lo decía sin palabras y eso me generaba un sufrimiento enorme.

Algunas me confesaron que yo era insoportable, que les hacía mal mirarme la cara tensa, de disgusto constante. Todo el tiempo con la botellita de agua por si me ahogaba y un chicle o una pastillita para calmarme. Empecé a tragarme el malestar.

Durante ese tiempo, buscaba autoconvencerme de una inexistente mejoría. A veces, lo conseguía. Empecé a trabajar en un juzgado –donde todavía estoy–, con gente maravillosa que siempre me ha entendido y ayudado.

Hasta tuve un novio. Ignoro qué le gustó de mí. Mi aspecto no era el de una joven bonita, sino el de una militante contra los salones de belleza. El arreglo no me importaba en absoluto. Había aprendido a evitar el espejo para no ver el espectro que me devolvía. Me vestía por obligación y porque me aterraba la posibilidad de quedarme encerrada para siempre, en pijama.

En casa de él, me refugié. Había tanto calor en ese hogar. Su familia me recibió como a una hija. Pero no duramos. Me dejó.

A mi ex marido lo conocí en un casamiento. Enseguida le advertí: “Yo no te convengo, no salgo, no voy al cine, al teatro ni a ningún lado. Tengo ataques de pánico y fobia”. No le importó y cuando decidimos casarnos se ocupó de todo porque para mí era una empresa imposible.

El día de la boda, antes de emprender la marcha hacia el altar, nos reíamos con mi papá. Parecía todo controlado. Debíamos entrar justo con la música. En ese instante se me nubló todo, empecé a temblar, mientras a lo lejos se desdibujaba la imagen de mi futuro marido, emocionado. Hice esfuerzos sobrehumanos para no caerme. Durante la fiesta observaba el festejo de los demás.

Mi ex marido me ayudó muchísimo, con su comprensión y apoyo me enseñó a valorarme. Puso ante mis ojos alternativas que nunca antes me ofrecieron: que eligiera lo que quería hacer, que me ocupara de ser yo misma. Los fóbicos estamos muy pendientes de lo que los demás piensan, necesitamos que nos quieran y nos acepten constantemente. Yo buscaba agradar, ser correcta en la vida y tratar de que todo se viera bien. La apariencia se devoró la esencia.

Mi ex hizo de todo, me llevaba y traía del trabajo, elegía mi ropa, hasta compró un lote pensando en que si cambiaba de aire podría sentirme mejor. Yo no mejoraba en el lote, ni en la ruta ni en nada. Incluso puertas adentro veía todo como en tinieblas. Me sentía encarcelada en mi propio cuerpo y vivía la intimidad como un desdoblamiento: era estar y no estar. El cuerpo sí pero la mente no. La entrega no era tal y no quería expresarlo. ¿Cómo iba a explicarle al hombre que lo intentaba todo para hacerme feliz que sus esfuerzos eran inútiles? El problema era siempre la cabeza, esa máquina frenética traicionándome en los momentos cruciales.

Quisimos tener hijos pero eso representaba una presión más para mí que no estaba capacitada para serlo, otra de mis deudas con la familia y la sociedad. Con una situación como la mía, la pareja se desgastó y al cabo de seis años, nos separamos.

¿Fantaseé con el suicidio? Quizá no de manera concreta, aunque a veces prefería morir antes que seguir viviendo así. Me deshacía en llantos convulsivos.

Fue mi ex marido el que me recomendó la fundación Fobia Club, había escuchado en la radio de qué se ocupaban y de inmediato lo asoció conmigo. Buscó el sitio en Internet y me lo mostró. Miré las fotos de la gente que aparecía en la página, parecían normales. Le dije a él: “Va a ser lo último que haga”.

Desde el primer llamado encontré contención y, una vez allí, supe que al fin podría sacarme de encima la mochila pesadísima que me agobiaba. Habían pasado catorce años.

Recién entonces mi mamá me dijo “te voy a acompañar”, empezaba a tomar conciencia de mi mal.

Si algo aprendí y trato de trasmitir en las charlas que ahora yo misma doy en la fundación, es que nunca hay que esperar que las familias nos entiendan. Es lo que ocurre con los problemas mentales. Hay un nivel de padecimiento incomprensible para los demás. Y en el caso de la familia, un compromiso con el enfermo que los involucra y les resulta difícil reconocer.

En la fundación me hicieron un mapeo cerebral, análisis de sangre y un cuestionario con 600 preguntas. Con todo eso, me diagnosticaron y medicaron. En breve, di un vuelco notable, empecé a salir sola y con un grupo, los sábados. Me llevaban a caminar, despacito, un día me hacían tomar un subte, otro día un tren. Una rehabilitación que me enseñó a vivir de nuevo. La terapia, la calidez de las profesionales que me atienden, el grupo de los sábados y la medicación hicieron el resto. Después de tanto tiempo de moverme en tinieblas, empecé a ver nítido.

No exagero si digo que soy otra persona. Desde hace seis años no he vuelto a experimentar una crisis. Dejar de tener miedo es una sensación incomparable, como ver el mar por primera vez y llenarse los pulmones de esa brisa.

Retomé la facultad porque trabajando en el juzgado descubrí que el Derecho me gusta. También volví a hacer deporte.



Día a día, me descubro ávida de cosas que a muchos les resultan insignificantes y a mí, trascendentales. Para no perderme de nada, a menudo le resto horas al sueño. Tengo 41 años y demasiadas cuentas pendientes. Con mi historia, ¿a quién se le ocurriría descansar?


Fuente: Diario Clarín, 30/03/13
 
Antiguo 07-jul-2013  

que excelente historia y es cierto la familia y los que te rodean difícilmente te pueden entender
 
Antiguo 10-jul-2013  

a mi tambien me impedia salir a la calle, es que las pocas veces que salia con mi mamá o sola se reian de mi hasta extraños y despues pense que si salia me iba a pasar algo malo pero, lo he superado gracias a Dios y a la virgen
aveces pienso mucho en salir o no pero ahora me pongo a pensar malgasto mi juventud porque tengo 21 o salgo asi la gente diga lo que diga no me importa
 
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