Supón por un momento que todo lo que sientes es intraducible. Que todo lo que digas o hagas para conseguir a alguien frente a ti que perciba tu realidad sea un esfuerzo inútil. No importan los gestos ni las acciones. Tu propio ser, tu océano interior, oscila allá dentro sin conseguir ni una sola respuesta.
Sí, claro. Son posibles las aproximaciones. Un pentagrama acordado y común que nos permite entrever algún calor allá afuera. Y con el que conseguimos vencer a la locura. Pero no me queda más remedio que concluir que esta agarradera sólo es una excusa. Una componenda bien abrigadita para las noches de insomnio. Un truco. Para no decirnos de una vez lo que sospechamos: que todos estamos solos. Aterradora e irremediablemente solos.
Me entristece notar que todo esta arena trucada es la que da forma a todo lo que supuestamente nos importa. Es decir, nuestras relaciones, nuestro entorno personal, lo que da bordes a nuestra vida. Construimos mentiras sobre mentiras para modelar un refugio de verdad debajo del absurdo.
Pero lo que no me entristece sino que me deja boquiabierto es ver a tantas personas inteligentes ignorando todo esto. Como si en realidad sus gritos y sus apocalipsis fueran para alguien distinto de ellos mismos.
Tú gritas. Quien te oye siente asco. Y convierte tu grito en otra cosa no necesariamente adyacente. “¿Por qué demonios estás gritando?. Tu voz me hace daño”. Aparte de esta realidad física lo único verídico que se puede responder es “no te entiendo”. Lo demás son nuevos gritos. Nuevas variaciones tangenciales que en realidad hablan del que contesta. No del que ha gritado.
Hay una hermosa tormenta. Oigo el martilleo poliédrico de las gotas sobre los cristales. Podría estar horas describiéndote los truenos y las excursiones cromáticas de las nubes de selenio sin conseguir otra cosa que el que tú te imaginaras otra tormenta. Sin duda bien distinta. Tú sentirías su olor de otra manera. Tus miedos y resonancias navegarían hacia lugares que solamente tú conoces.
No quiero que me malinterpretes. Es cierto que hay momentos de auténtica conexión. Segundos intransitivos en los que la plenitud hace desaparecer el tiempo. ¿Para qué usar palabras? No es posible traducir el sol. Cuando estás en él... Eres. Sin más. Pero son eso. Momentos. Destellos cegadores en los que se nos permite liberarnos por un rato de nuestra desesperada individualidad.
Y gracias a esto y a otras químicas y anhelos vamos caminando hacia el límite de nuestro tiempo. Trastabillamos, nos levantamos, lamemos las heridas, ganamos en experiencia, en compresión. O perdemos definitivamente estampados como moscas en un parabrisas.