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Hola; comparto la situación de la mayoría: 28 años, con TPE creo, sin amigos reales (digo reales, porque tengo personas con las cuales interactúo, salgo cada tanto a tomar algo, etc, pero no tengo nexos profundos), novia jamás, etc. Dije “creo” con TPE. Hice terapia, lo consulté con un psicólogo, se negó a rotularme y me pidió que yo tampoco lo hiciera. Me dijo que un TP, excepto cuando es muy extremo, es difícil y hasta aventurado de diagnosticar. Me parece una postura correcta, lo que importa es lo que sentimos y hacemos; no la etiqueta que merezcamos. Y, en definitiva, yo, bajo un miedo infundado a la desaprobación o la decepción, evito. Evito llegar a un nexo profundo con alguien. Evito situaciones comunes, evito pisar un boliche, evito bailar como si en ello se me fuese la vida, evito hacer deporte porque el deporte es competencia y la competencia es evaluación. A eso temo, por sobre todo, a ser evaluado y juzgado menos que otros. No es orgullo, es miedo a la desaprobación.
Pero deseo relatar mi experiencia que es bastante particular ¿Con qué fin? Por si le sirve a alguien, aunque sea a uno solo, y ya será mucho.
Después de bastante terapia, mejoré mucho. La mentalidad básica (evito para no ser desaprobado) continúa invariable, y sé que así se mantendrá, pero disminuí mucho los temores puntuales que de esa estructura mental se derivan. Ya no temo dar la mano o un beso al saludar; me siento más desinhibido en una conversación (siempre que otros la inicien); he encontrado ambientes en donde me siento más seguro. Y al sentirme cuestionado, no dejo de repetirme “está solo en tu mente”. No es una solución total, pero ayuda un poco. Un ejemplo es este escrito, dudé mucho si subirlo o no, pero finalmente me animé. Debía hacerlo. Aunque no sea más que para dar un paso extra contra mis temores.
Así las cosas, llegué a un punto en donde dije: “Ok, tengo bastante en claro como soy, mis limitaciones y mis avances. Ahora, la pregunta del millón ¿Puedo ser feliz así?” Y la respuesta fue un rotundo sí. ¿Por qué? Porque era feliz. No una felicidad plena y absurda, pero tenía mis momentos felices. Puedo ser feliz con un libro, viendo una película, paseando, cocinando, y también con contacto humano. Dentro de mis límites por supuesto, pero feliz al fin. ¿O acaso los demás nadan en la felicidad perpetua? Los “normales” ¿No tienen momentos amargos? ¿No se disuelven familias y matrimonios? ¿No hay sueños frustrados para ellos? ¿No hay enfermedades y accidentes? Uno debe gozar de lo poco que pueda o tenga.
Pero había una falta muy importante. El amor. Amar es un impulso muy poderoso. Amar en el sentido pleno de ese término, no en un sentido banal. Amar es darse, entregarse, confiar. Justo lo que nos es casi imposible. Y habrán notado que el verdadero desafío es amar, y no ser amados. ¿Por qué? Porque eso de que somos rechazados son idioteces en nuestra cabeza, y lo sabemos. Es nuestro TP. Pero la reacción que esos miedos causan es bien real: la evitación. Evitamos amar. Somos nosotros los que nos negamos. Amar es el gran desafío.
Pues bien, hace ya casi un año, una noche fui a cenar con un “amigo”, y tras la cena y unos tragos extra, con alcohol en la sangre, y después de que él me relatara problemas en su reciente matrimonio, decidí contarle mi caso: el TPE, y su condición de incurable. Él, el la misma condición de ligera sobredosis etílica, me dijo que sí había una cura: Dios. Dios podía curar cualquier cosa. No le di importancia. Era bautizado, pero jamás iba a la iglesia. Creía si en la existencia de Dios, pero incluso hasta eso era cada vez menos firme ya.
Unos cuantos días después, en una iglesia que me queda de camino a la universidad, sin saber mucho por qué, le pedí a Dios que me diera fe, porque incluso a Él lo estaba perdiendo. Y decidí, después de más de 15 años, confesarme, sin saber por qué, tal vez por el mero deseo de hablar con alguien que no importara, alguien distante. Lo hice sin mayores sensaciones, excepto por una profunda admiración hacia las palabras de absolución: “Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.”
Me impresionó. Se me ocurrió compararlo con la psicología. En ésta, se precisan largos tratamientos, y aún cuando hay avances, la solución nunca es completa. En una confesión, si la persona tiene realmente fe en ella, y si realmente se encuentra arrepentida de sus acciones, el perdón inmediato puede tener un impacto tremendo, especialmente si la culpa que la persona siente es muy grande. Recordé la escena de El Padrino III, donde Michael Corleone confiesa llorando haber ordenado el asesinato de su propio hermano. Pensé que poder darle ese perdón a alguien es hacerle un regalo inmenso. A los pocos días, casi por casualidad, descubro en Internet la existencia de un monasterio benedictino bastante cerca de mi ciudad, y la posibilidad de pasar unos días ahí. Pensé que era ideal para mí. Por mi condición, nunca voy de vacaciones, menos en verano, y unos días en un lugar tranquilo, sin gente parlanchina y ruidosa, donde pudiera leer en paz, disfrutar de la naturaleza y la buena comida, era lo ideal. Pensaba ir a los dos meses, pero adelanté la visita, incluso pidiendo un par de días libres en el trabajo. El lugar resultó hermoso, y casi sin saber porque me ví participando de toda la liturgia de las horas (los monjes rezan cantando los salmos, a horas precisas del día, empezando a las 5 AM).
En el penúltimo día, mientras paseaba por el parque, el más viejo de los monjes me hizo señas de que me acercara, y comenzamos a conversar (se supone que ellos no deben hablar mucho). En un determinado momento, le relaté mi pedido de fe, y mi posterior confesión. Me miró muy serio y me dijo. “¿Tienes idea de lo que está pasando?”. Sorprendido contesté que no. Su respuesta fue. “Dios está de fiesta en el cielo, con todos sus ángeles, porque tú has vuelto” No puede menos que dejar escapar una sonrisa ante el comentario. Me miró aún más serio, y me dijo “No te rías, es verdad. Tanto así vales para Él”
Lo que me estaba relatando era la parábola del hijo prodigo. La había escuchado otras veces antes, pero esa vez fue distinto. Supe, sin duda alguna, con una certeza como nunca había tenido, que Dios existe. Y sentí algo más; un amor perfecto, un amor que ama no movido por hormonas hirviendo, ni por instinto maternal, ni por lástima. Un amor que ama porque quiere hacerlo, y ama conociendo de manera perfecta a quien ama, con todos sus defectos y falencias, incluso los que nosotros mismos ignoramos. Cuando volví a casa, ya no puede dejar de asistir a misa los domingos. Y tenía real desesperación por comulgar. La vida era diferente. Después supe que así comienza la vida cristiana, no por un convencimiento propio al leer la Biblia o conocer la doctrina por la catequesis o lo que nuestros padres nos enseñan, si no por un evento particular en la vida, un encuentro con Dios. Un momento en donde Dios dice "a partir de ahora, tú creerás en mí".
Al tiempo, conversando con el sacerdote de mi ciudad, me prestó un texto de un cardenal, en el cual afirmaba algo que me llegó: “Dios no nos quiere exitosos, nos quiere fecundos”.
Y ese es el quid de nuestra situación. Las personas con TPE somos estériles. Nos negamos a amar, a confiar, a entregarnos. Y sufrimos por eso. De hecho, sabía por la teología de la universidad que eso es el infierno. No un castigo de Dios, sino una autocondenación, un negarse absolutamente a amar, y el inmenso sufrimiento que eso implica. Me dije a mi mismo, “Dios es amor, nos creó por amor, y para amar; así que si algo no puede permitir es que muera sin haber podido amar”, y comencé a pedirle cada noche que me permitiera amar, como Él mejor considerara que debía hacerlo. Honestamente, yo pensaba en una mujer, y una familia, pero ni me animaba a pedírselo expresamente porque lo veía tan difícil……….y uno debe tener cuidado cuando le pide algo a Dios, porque puede concederlo.
Seguí pidiendo lo mismo cada noche y cada mañana, durante varias semanas. Hasta que una noche, con vergüenza, temor, desconcierto, y riendo (una reacción evitativa, para restarle seriedad a la situación), le pregunté………………….
¿Me quieres cura?
Y pude sentir tan claro como el agua su respuesta; por loco que suene, sentí que se limitaba a sonreír como diciendo “¿Para qué me preguntas lo que ya sabes?”
Pasó el tiempo, mucho discernimiento, y si todo va bien, el año próximo, ingresaré a un seminario para ser sacerdote. Para dedicar mi vida a responder a un amor infinito, perfecto, infalible, y a darme a cada persona según lo necesite. Si las personas me aman o no, ya no tiene importancia en mi vida. Me sé amado por un amor que supera infinitamente al de todas las personas juntas, y yo me abriré y daré a las personas como respuesta a ese amor. Porque Él me lo pide. ¿Cómo podré hacerlo? No lo sé, simplemente confío en Dios y en sus palabras “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en tu debilidad” (2 Corintios, 12,9). Y soy testigo a diario de el cambio que opera en mí.
¿Para qué relato esto? Por si a alguno le sirve. Si creen en Dios, no dejen de pedirle, sin cansarse jamás, que les permita amar. Y si no creen en él, no dejen de pedirle que les de fe (la fe es un regalo de Dios, nadie puede tenerla por si mismo). No tengan miedo, no les pedirá a todos que sean curas o monjas. Pero no dejen de pedirle, no pierden nada, y está un mundo y una nueva vida por ganar. El problema del TPE gira siempre alrededor de nuestra limitación para amar, y Él nos creó por amor, y para amar.
Como dice el Salmo 34:
¡Gusten y vean que bueno es el Señor!
¡Feliz quien busca en Él refugio!
Un abrazo a todos.
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