La desolación de mi ser a su punto de apogeo se precipita sin freno. En el abismo de mi aterrador tormento no ceso de sepultarme cada vez más. La gélida y lóbrega noche a mi espíritu ha cubierto con su implacable manto; y aunque allá afuera la luz del alegre día reluce con majestad sublime, aquí donde yo me encuentro su vivificante bálsamo jamás podrá penetrar.
Martirio, dolor, congoja, son mis abnegados camaradas que de la mano me han llevado por el tumultuoso camino de mi insípido e inútil existir, sin jamás de mi lado alejarse. Sin su pérfida y leal compañía, yo ya ni me percataría de que aún por mis pulmones el aire se atreve a transitar y así es el mayor responsable de a mi indecible desgracia a través del tiempo prolongar. Tiempo que muy a mi pesar continúa pasando con su inmutable pasar.
Miro a mi alrededor y solo un omnipotente vacío logro divisar. Lo que como cercano se presenta no es más que una falsa y delirante ilusión. Este exilio al que por mi propia voluntad me he condenado, anestesiado por completo y apartado de este sitio me permite reposar. Barrera inexpugnable e invisible es la que me mantiene distante de toda realidad; pues en este ruin y siniestro mundo para mí ya no hay lugar.
Ya no puedo confundirme entre todos los demás. Cual refinados y gallardos ruiseñores ellos se presentan y con su magnificente canto, de amor y felicidad se colman y aún muchas cosas más. Mas, yo en cambio solo me siento como una tenebrosa y repulsiva ave negra que al pretender cantar con deleite, solo le es posible emitir un repulsivo graznido capaz de dañar hasta al más rústico oído que lo ose escuchar.
Placer y sufrimiento, para mí ya es todo igual. Únicamente en el ensordecedor silencio mi postrero refugio he hallado. Ese silencio que se ha convertido en mi mejor argumento, y ya nada ni nadie lo podrá refutar.
Cuitado y ausente, ansío impaciente a que arribe muy pronto mi absolutorio final.