Eco ha escogido para sus propósitos el delirio paranoico y obsesivo, a mitad del siglo XIX, de un tenaz odiador del Otro, sean masones, jesuitas, mujeres, republicanos o revolucionarios en lucha contra las monarquías. Simonini, el protagonista, odia todo lo que representa la vida, una vida vivida en plenitud y, por tanto, susceptible de hallar momentos de paz interior y felicidad. Dentro de ese catálogo de amarguras que mueven su negra existencia, Simonini, un italiano de pasado tenebroso que reside en París, ha mantenido la fidelidad a un odio intacto, inmune ante los vaivenes del resto de sus abominaciones: los judíos. En un mundo, o mejor dicho, en una Europa aún sin nazis, que rezuma, aquí y allá, fanáticas fijaciones antijudías, el siniestro y astuto mercader de textos falsos que es Simonini no se olvida ni por un momento de ese odio que le fue inculcado desde la infancia a través de los enajenados discursos de su abuelo, un reaccionario en estado puro, representante furibundo del ancien régime.