Hay algunas realidades tan vigorosas y contundentes que nadie debería caer en la ingenuidad de querer tocarlas. Pero sucede que, como la política se alimenta del manoseo de la realidad, se lleva algún tiempo intentando hacer juegos malabares con esa diosa etérea –que nos inventa a nosotros y, desde nosotros, al mundo– a la que llamamos lengua. Cualquiera que tiene alguna forma de poder parece que está condenado a la patología de querer dominar su entorno encerrándolo en normas o textos jurídicos. Y hace algún tiempo que se viene intentando lo imposible: enlatar la lengua.
No faltan ejemplos de estos intentos. Recuerden a los militantes de lo ilusorio que, confundiendo la forma con el fondo y los morfemas de género con el sexo, nos proponían aquella ingenua melopea –ciudadanos/as, etc,– para darle a la mujer un protagonismo que ya había sido asumido y que entre todos arrancábamos y seguimos arrancando en el terreno de los hechos.
La lengua catalana es un buen ejemplo de cómo se olvida que un idioma es un instrumento secular de comunicación para convertirlo en un fetiche político. Por citar sólo los dos últimos episodios, ahí está la opereta que nos ha traído el que la Generalitat Valenciana elevara, por pura voluntad jurídica, su dilalecto a lengua, o la reciente pretensión del Tripartito catalán de declarar a su idioma de conocimiento obligatorio en su territorio, dándole así, a golpe de ley, el mismo rango que tiene la lengua común en todo el Estado.
Por Andalucía, salvo conatos de algún iluminado, parece que hemos comprendido que la lengua no es un juguete político sino una larga y elaborada herencia que nos contiene o nos posee, y no al contrario. Si expurgáramos a nuestro dialecto de vulgarismos, si los hablantes ceceantes no escondieran su ceceo o los andaluces orientales exhibieran sus vocales abiertas para formar el plural, se puede decir que nuestra habla es rica y melodiosa, fonéticamente evolucionada, dirigida por la economía lingüística, y con un uso envidiable de lo que es el alma de la lengua: la sintaxis. En definitiva, un lujo, un placer y un orgullo.
Ahora, al socaire de la reforma del Estatuto, nuestros políticos hablan de impulsar el andaluz. Y muy bien, si se trata de eso y no de enlatarlo en normas para poder sellarlo con una etiqueta blanquiverde. Bastaría con no inventar andaluzadas –tipo "literatura andaluza"– y, sobre todo, con que en Canal Sur no se utilizara la dicción castellana en los informativos y en los programas de más calado, sino toda la pluralidad del andaluz culto. Un andaluz sin imposturas –sin pegajos fonéticos de sainete–, tal como puede oírse en la calle o en los mejores momentos de la radio, en boca de gentes como Jesús Barroso o Inmaculada Lobato. Bastaría con que el habla de Andalucía sonara en todo su esplendor en la mejor televisión. (Salvador Compán)
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