Kris_bcn |
22-feb-2007 20:17 |
Dostoievski y la fs
En aquellos tiempos tenía yo tan sólo veinticuatro años. Ya entonces mi vida era lúgubre, desordenada y salvajemente solitaria. No trataba con nadie, rehuía tener que hablar con alguien,y cada vez me metía más y más en mi rincón. Durante mi trabajo en la oficina procuraba no mirar a nadie, dándome perfecta cuenta de que mis compañeros no sólo me consideraban un ser extraño, sino que- también esto me lo figuraba yo- parecían mirarme con cierta aversión. Me daba por pensar por qué a nadie miraban así los demás, excepto a mí. Un compañero mío de la oficina tenía una cara de lo más repugnante, completamente picada de viruela y similar a la de un bandolero. Si yo hubiera tenido una cara tan imprensentable, creo que no me atrevería a mirar a nadie. Otro compañero, tenía un uniforme tan desgastado que a su lado olía mal. Sin embargo, ninguno de esos señores se avergonzaban ni de su vestimenta, ni de su rostro, ni de cuestión moral alguna. Ni el uno ni el otro se percataban de que se les miraba con aversión; incluso si se percataran, les hubiera dado lo mismo, con tal de que los jefes se dignaran dirigirles la mirada. Ahora tengo totalmente claro, que yo mismo, por mi ilimitada vanidad, y por consiguiente, también a causa de mi propia exigencia, me miraba a mí mismo con excesivo inconformismo rayano en la repugnancia, achacando mentalmente mi propia mirada a cuantos me miraran. Yo, por ejemplo, odiaba mi cara, la encontraba vil, e incluso intuía que encerraba alguna expresión ruin; por ello, cuando iba al trabajo, con sufrimiento trataba de comportarme de la manera más independiente posible, para que nadie sospechara de mi ruindad, y así poder expresar en mi rostro toda la nobleza del mundo. "Si mi cara es fea- pensaba yo- entonces al menos que resulte noble, expresiva, y lo más importante, es que parezca extraordinariamente inteligente._" (...)
Como se entenderá, también odiaba a todos mis compañeros de oficina, desde el primero hasta el último, y a la vez los despreciaba y temía un poco. A veces, incluso los ensalzaba por encima de mí mismo. Un hombre honesto e instruido no puede ser vanidoso sin albergar a veces una infinita exigencia hacia su persona y sin menospreciarse en algunas ocasiones hasta el límite de llegar a odiarse a sí mismo. Pero bien despreciándome, bien ensalzándome, sin embargo, cuando me cruzaba con alguien, yo casi siempre solía bajar los ojos. Incluso hacía experimentos, a ver si podía aguantar algunas miradas, pero siempre era el primero en bajar los ojos. Esto me atormentaba hasta enloquecer. Temía terriblemente parecer ridículo, y por ello, llegué a amar hasta la esclavitud la rutina en todas las cosas externas; con verdadera pasión seguía el camino marcado, y se me estremecía el alma ante cualquier excentricidad que pudiera ocurrírseme de pronto. ¿Pero cómo era posible soportarlo? Estaba formado enfermizamente, tal y como corresponde a un hombre de nuestro tiempo. Todos ellos, por el contrario, se parecían tanto a los unos a los otros, y eran tan torpes, como los borregos de un rebaño. De toda la oficina, posiblemente sólo a mí, me parecía constantemente ser un servil y un cobarde; y si así me lo parecía, era porque yo estaba más desarrollado mentalmente que ellos. Pero eso no sólo me lo figuraba, sino que en realidad así es como era; verdaderamente era un servil y un cobarde. Lo digo sin ningún tipo de desconcierto. Todo hombre honesto de nuestro tiempo es, y debe ser, un servil y un cobarde. Ésta es una condición normal. Estoy profundamente convencido de ello. Esto es así, y así es como está constituido. Y un hombre honrado, ha de ser un servily un cobarde, ya no sólo en tiempos presentes y por algo casual, sino que debe serlo en cualquier tiempo. Ésta es una ley de la Naturaleza que rige para todos los hombres honestos que hay sobre la faz de la tierra. Y si en algún momento, a uno de ellos se le ocurriese hacerse el valiente, que no se alegre ni se entusiasme demasiado, ya que al final, terminará acobardándose delante de algún otro. Esa es la única y eterna salida de siempre. Sólo los burros y los bastardos pueden hacerse los valientes, pero eso sólo hasta que se vean delante del famoso paredón. No merece la pena prestarles atención, porque no significan absolutamente nada.
Otra cosa que me atormentaba mucho por aquel entonces, era que yo no me parecía a nadie, ni nadie se parecía a mí. "Yo soy uno, mientras que ellos son todos_" - pensaba yo sumiéndome en reflexiones....
Memorias del subsuelo
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