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Antiguo 04-abr-2012  

hola, e leido esto y quiero compartirlo con ustedes, leanlo es muy interesante.
Yo ya no conecto mucho aqui, hoy estaba leyendo un libro y me parecio bueno compartir este capitulo con ustedes.
Bueno solo eso, saludos.



Muchos observan la obra del mal, con sus desgracias y su desolación, y se preguntan cómo puede existir eso bajo la soberanía del Ser infinito en sabiduría, poder y amor. Los propensos a dudar dicen esto como una excusa para rechazar las palabras de las Sagradas Escrituras. La tradición y las falsas interpretaciones han oscurecido la enseñanza de la Biblia concerniente al carácter de Dios, la naturaleza de su gobierno y los principios que rigen la forma en que él se relaciona con el pecado.

Es imposible explicar el origen del pecado como para dar una razón de su existencia. Sin embargo, puede entenderse lo suficiente con respecto a su comienzo y su situación final como para que resulten plenamente manifiestas la justicia y la benevolencia de Dios. Dios de ninguna manera es responsable del mal; no retiró arbitrariamente la gracia divina, ni hubo deficiencia en el gobierno de Dios que diera ocasión a la rebelión. El pecado es un intruso por cuya presencia no puede darse razón alguna. Excusarlo sería defenderlo. Si se pudiera encontrar una excusa por él, dejaría de ser pecado. El pecado es el desarrollo de un principio que está en guerra contra la ley de amor, la cual es el fundamento del gobierno divino.

Antes de la entrada del mal había paz y gozo por todo el universo. El amor a Dios era supremo, y el amor mutuo entre los seres era imparcial. Cristo, el Hijo unigénito de Dios, era uno con el Padre eterno en naturaleza, en carácter, en propósito; el único ser que podía entrar en todos los consejos y los propósitos de Dios. “Porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos... sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades” (Colosenses 1:16).

Siendo la ley de amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres creados dependía de su armonía con sus principios de justicia. Dios de ninguna manera se complace en una lealtad forzada, y a todos concede libertad de elección, con el fin de que puedan rendirle un servicio voluntario.

Pero hubo uno que escogió pervertir esta libertad. El pecado se originó con uno que, siendo el primero después de Cristo, había sido el más honrado por Dios. Antes de su caída, Lucifer era el primero de los querubines cubridores, santo e incontaminado. “Así ha dicho Jehová, el Señor: ‘Tú eras el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y de acabada hermosura. En Edén, en el huerto de Dios, estuviste. De toda piedra preciosa era tu vestidura... Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios. Allí estuviste, y en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día en que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad... Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor’ ”. “Pusiste tu corazón como el corazón de un dios”. “Tú que decías... Subiré al cielo. En lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré... sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo” (Ezequiel 28:12-17, 6; Isaías 14:13, 14).

Codiciando el honor que el Padre había otorgado a su Hijo, este príncipe de los ángeles aspiró a poseer un poder cuyo ejercicio era una prerrogativa de Cristo. Una nota discordante echó a perder la armonía celestial. La exaltación del yo despertó presentimientos de mal en la mente de aquellos para quienes la gloria de Dios era suprema. Los concilios celestiales argumentaron con Lucifer. El Hijo de Dios presentó delante de él la bondad y la justicia del Creador, y la naturaleza sagrada de su Ley. Al apartarse de ella, Lucifer iba a deshonrar a su Hacedor y traer ruina sobre sí mismo. Pero la advertencia solo despertó resistencia. Lucifer permitió que prevalecieran los celos contra Cristo.

El orgullo alimentó el deseo de supremacía. Los altos honores conferidos a Lucifer no despertaron un sentimiento de gratitud hacia el Creador. Él deseaba ser igual a Dios. Pero el Hijo de Dios era el Soberano reconocido del cielo, uno en poder y autoridad con el Padre. Cristo participaba en todos los consejos de Dios, pero a Lucifer no se le permitía entrar en los propósitos divinos. Entonces este ángel poderoso comenzó a cuestionar: “¿Por qué debe Cristo tener la supremacía? ¿Por qué él resulta honrado de esta manera por sobre mí?”

Descontento entre los ángeles – Abandonando su lugar en la presencia de Dios, Lucifer salió a difundir el descontento entre los ángeles. Actuando con un sigilo misterioso, ocultando su verdadero propósito bajo la apariencia de reverencia a Dios, trataba de excitar el desafecto hacia las leyes que gobernaban a los seres celestiales diciendo que ellas imponían restricciones innecesarias. Siendo que los ángeles eran de naturaleza santa, insistía en que estos debían obedecer los dictados de su propia voluntad. Que Dios había obrado con injusticia al otorgarle supremo honor a Cristo. Él alegaba que no se proponía la exaltación propia sino que estaba tratando de lograr libertad para todos los habitantes del cielo, con el fin de que ellos alcanzaran una existencia superior.

Dios soportó por largo tiempo a Lucifer. Este no fue degradado de su posición exaltada aun cuando empezó a presentar declaraciones falsas ante los ángeles. Una y otra vez se le ofreció perdón a condición de arrepentimiento y sumisión. Se hicieron esfuerzos que solo el amor infinito podía idear para convencerlo de su error. El descontento nunca se había conocido en el cielo. Lucifer mismo, al principio, no entendía la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Cuando comprobó que su insatisfacción no tenía causa, Lucifer se convenció de que los principios divinos eran justos y de que él debía reconocerlos ante todo el cielo. Si hubiera hecho esto, se habría salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Si hubiera estado dispuesto a regresar a Dios, y se hubiese sentido satisfecho de ocupar el lugar que le fuera señalado, habría sido restablecido en su función. Pero el orgullo le impidió someterse. Sostuvo que no tenía necesidad de arrepentirse, y se empeñó totalmente en el gran conflicto contra su Hacedor.

Todas las facultades de su mente maestra se empeñaron ahora en una obra de engaño, para asegurarse la simpatía de los ángeles. Satanás afirmó que había sido juzgado erróneamente y que su libertad había sido restringida. Con engañosas interpretaciones de las palabras de Cristo, trató de usar falsedades, acusando al Hijo de Dios de que deseaba humillarlo ante los habitantes del cielo.

A todos aquellos a quienes no podía sobornar y ganar para su lado, los acusaba de indiferencia a los intereses de los seres celestiales. Usaba el recurso de falsear el carácter del Creador. Su método consistía en llevar la perplejidad a la mente de los ángeles con argumentos sutiles en cuanto a los propósitos de Dios. Todo lo que era sencillo lo envolvía en el misterio y, mediante una perversión astuta, arrojaba dudas sobre las más sencillas declaraciones de Dios. Su alta posición daba más fuerza a sus argumentos. Muchos fueron inducidos a unirse con él en la rebelión.

El descontento culmina en una rebelión abierta – Dios, en su sabiduría, permitió que Satanás llevara adelante su obra, hasta que el espíritu de descontento maduró en la revuelta. Era necesario que sus planes se desarrollaran plenamente, para que su verdadera naturaleza pudiera ser apreciada por todos. Lucifer era grandemente amado por los seres angelicales, y su influencia sobre ellos era poderosa. El gobierno de Dios incluía no solamente a los habitantes del cielo, sino también de todos los mundos que él había creado; y Satanás pensó que si él podía llevar consigo a los ángeles en su rebelión, también podía hacerlo en los otros mundos. Empleando la astucia y el fraude, su poder para engañar fue muy grande. Aun los ángeles leales no pudieron discernir plenamente su carácter ni ver a qué cosa estaba conduciendo su obra.

Satanás había sido tan altamente honrado, y todos sus actos estaban tan revestidos de misterio, que era difícil que los ángeles descubrieran la verdadera naturaleza de su obra. Hasta que no se desarrolla plenamente, el pecado no aparece como el mal que realmente es. Los seres celestiales no podían discernir las consecuencias de apartarse de la Ley divina pues, al comienzo, Satanás aparentaba promover el honor de Dios y el bien de todos los habitantes del cielo.

En su relación con el pecado, Dios podía emplear solo la justicia y la verdad. Satanás podía usar lo que Dios no podía: la adulación y el engaño. El verdadero carácter del usurpador debía ser entendido por todos. Debía tener tiempo para automanifestarse mediante sus obras malvadas.

Satanás culpaba a Dios de la discordia que su propia conducta había causado en el cielo. Todo el mal, declaraba él, era el resultado de la administración divina. Por tanto, era necesario que se evidenciaran las consecuencias de los cambios que él proponía en la Ley divina. Es decir, su propia obra debía condenarlo; el universo entero debía ver al engañador desenmascarado.

Aun cuando se decidió que él no podía quedar más en el cielo, la Sabiduría infinita no destruyó a Satanás. La lealtad de las criaturas de Dios debe descansar sobre la confianza en la justicia divina. Los habitantes del cielo y de los otros mundos, al no estar preparados entonces para comprender las consecuencias del pecado, no habrían visto la justicia y la misericordia de Dios en la destrucción de Satanás. Si él hubiera sido inmediatamente eliminado de la existencia, ellos habrían servido a Dios por temor antes que por amor. La influencia del engañador no habría sido completamente destruida, ni erradicado el espíritu de rebelión. Por el bien del universo a través de las edades eternas, Satanás debía desarrollar más plenamente sus principios, para que sus acusaciones contra el gobierno divino pudieran ser vistas tal como son por todos los seres creados.

La rebelión de Satanás habría de ser, para el universo, un testimonio de los terribles resultados del pecado. Su gobierno debía mostrar los frutos de apartarse de la autoridad divina. La historia de este terrible experimento de rebelión habría de ser una salvaguardia perpetua para todas las santas inteligencias, con el fin de salvarlas del pecado y de su castigo.

Cuando se anunció que, junto con todos sus simpatizantes, el gran usurpador debía ser arrojado de las moradas de bendición, el dirigente rebelde abiertamente declaró su desacato a la Ley del Creador. Denunció los estatutos divinos como una restricción de la libertad y afirmó su propósito de obtener la abolición de la Ley. Libres de esta restricción, las huestes del cielo podrían entrar en un estado de existencia más exaltado.

Expulsado del cielo – Satanás y su hueste arrojaron la culpa de su rebelión sobre Cristo; declararon que si no hubieran sido reprobados nunca se habrían rebelado. Contumaces y desafiantes, y sin embargo reclamando en forma blasfema ser víctimas inocentes de un poder opresivo, el archirrebelde y sus simpatizantes fueron expulsados del cielo (ver Apocalipsis 12:7-9).

El espíritu de Satanás todavía inspira rebelión sobre la Tierra en los hijos de desobediencia. A semejanza de él, estos prometen a los hombres libertad para transgredir la Ley de Dios. La reprobación del pecado todavía despierta odio. Satanás induce a los hombres a justificarse a sí mismos y a buscar la simpatía de otros en su pecado. En lugar de corregir sus errores, excitan indignación contra quien los reprueba, acusándolo de ser la causa de la dificultad.

Usando la misma falsa representación del carácter de Dios que él había practicado en el cielo, haciendo que se considere a Dios como severo y tiránico, Satanás indujo al hombre a pecar. Luego declaró que las restricciones de Dios son injustas y que ellas condujeron al hombre a la caída, así como lo han inducido a él mismo a su rebelión.

Al expulsar a Satanás del cielo, Dios manifestó su justicia y su honor. Pero, cuando el hombre pecó, Dios le dio evidencia de su amor cediendo a su Hijo para que muriera por la raza caída. En la expiación se revela el carácter de Dios. El poderoso argumento de la cruz demuestra que el pecado de ninguna manera podía atribuirse al gobierno de Dios. Durante el ministerio terrenal del Salvador, el gran engañador fue desenmascarado. La atrevida blasfemia de su exigencia de que Cristo le rindiera homenaje, la malicia siempre creciente con que lo persiguió de lugar en lugar, inspirando el corazón de los sacerdotes y el del pueblo a rechazar su amor y a gritar: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”, todo esto despertó el asombro y la indignación del universo. El príncipe del mal ejerció todo su poder y su astucia para destruir a Jesús. Satanás empleó a hombres como agentes suyos para llenar la vida del Salvador con sufrimiento y dolor. Los fuegos acumulados de la envidia y la malicia, del odio y la venganza, explotaron en el Calvario contra el Hijo de Dios.

En ese lugar la culpa de Satanás se destacó sin excusa; reveló sus verdaderos sentimientos. Las acusaciones mentirosas del diablo contra el carácter divino aparecieron con toda claridad. Él había acusado a Dios de buscar la exaltación de sí mismo al exigir obediencia de parte de sus criaturas, y había declarado que el Creador exigía la abnegación de parte de los demás pero no practicaba ninguna abnegación ni hacía sacrificio alguno. Ahora se veía que el Gobernante del universo había hecho el mayor sacrificio que el amor puede realizar, pues “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). Con el fin de destruir el pecado, Cristo se había humillado a sí mismo y había llegado a ser obediente hasta la muerte.

Un argumento en favor del hombre – Todo el cielo vio la justicia de Dios revelada. Lucifer había aseverado que la raza pecadora estaba más allá de toda redención. Pero la penalidad de la Ley cayó sobre el Ser que era igual a Dios, y el hombre estaba libre para aceptar la justicia de Cristo y, por medio del arrepentimiento y la humillación, triunfar sobre el poder de Satanás.

Pero no fue solamente para redimir al hombre que Cristo vino a la Tierra a morir. Él vino a demostrar a todos los mundos que la Ley de Dios es incambiable. La muerte de Cristo prueba que ella es inmutable, y demuestra que la justicia y la misericordia son el fundamento del gobierno de Dios. En el juicio final se verá que no existe ninguna causa para el pecado. Cuando el Juez de toda la Tierra interrogue a Satanás: “¿Por qué te has rebelado contra mí?”, el originador del pecado no podrá presentar ninguna excusa.

En el clamor que señaló la muerte del Salvador, “sonó el toque de agonía de Satanás”. El gran conflicto,[1] que había durado tanto tiempo, quedó entonces definido; la erradicación final del mal, asegurada. Cuando venga “el día ardiente como un horno... todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa. Aquel día que vendrá los abrasará, dice Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama” (Malaquías 4:1).

Nunca volverá a manifestarse el mal. La Ley de Dios será honrada como la ley de la libertad. Habiendo pasado por tal prueba y experiencia, la creación no se apartará nunca más de la lealtad al Ser cuyo carácter quedó manifestado como un amor insondable y una sabiduría infinita.

[1] El “gran conflicto” entre Cristo y Satanás es sobre el carácter de Dios, su justicia y su ley.
 
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