Es de esas personas amenas que no te cansas de escuchar. No se mete en tu vida. No hace preguntas indiscretas. Sólo habla de su añorado Chile. Se llama Máximo y es carpintero. Tiene cincuenta y tantos, es calvo, con bigote y gafas de pasta. Ha estado poniendo las puertas de mi casa, los marcos y los armarios. Sabe de todo: Economía, política, actualidad, ciencia, deportes, historia…
A partir de un comentario mío, por muy casual que sea empieza a hilvanar temas, y es capaz de estar hablando durante horas, sobre todo poniendo ejemplos de Chile. Y yo muy gustosamente escuchando atentamente durante horas, sin cansarme. Relajaba escucharle y estimulaba el espíritu. No hay nada como un buen conversador, aunque yo apenas hablaba y he aprendido mucho con él.
Yo ignoraba la calidad de vida de Santiago de Chile, la mentalidad de sus habitantes, las buenas ideas que ponen en práctica y la gestión que hacen de sus ricos recursos naturales. Me ha hablado de las maravillas paisajísticas de su país y de sus costumbres. Y me ha abierto los ojos (un poco más, si cabe) sobre este triste y tercermundista pais de la piel de toro, al que llamamos España, por llamarle algo.
Vino a mi casa cuatro o cinco veces, y yo esperaba con ilusión su llegada. Era un momento entrañable de la semana que esperaba. Porque sabía que el respeto y la educación en persona iban a visitarme. Si todo el mundo fuese como él no existiría la fobia social.
Ya terminó su faena, y le echaré de menos. A lo mejor rompo la puerta corredera, como excusa para que venga…