Hablan rápido, todos a la vez y sobre diversos temas. Hablan de personas que no conozco, de lugares que no he visitado, de situaciones que no he vivido. Saben cuándo toca sonreír, cuándo reír y cuándo descojonarse.
De fondo, en el mejor de los casos, las voces de las mesas de al lado. En el peor, música a toda castaña. El resultado, en ambos casos, el mismo: comprensión absoluta y jolgorio desenfrenado.
Desde mi rincón, los observo e intento en vano hacerme pasar por uno de ellos. No tengo ni idea de qué están diciendo, pero me esfuerzo por sonreír permanentemente. Me gustaría ser capaz de fundirme con ellos, pero no soy más que una insignificante gota de aceite en un enorme vaso de agua.
¿Son genios? ¿Seres superdotados? No. No son más que personas normales actuando con total naturalidad. Son gente no defectuosa que ha ido aprendiendo cada cosa a su tiempo. Son relojes que funcionan bien.
Cuenta la leyenda que los relojes atrasados (incluso aquellos cuyas agujas han llegado casi a detenerse) consiguen ponerse en hora si se les rodea a menudo de relojes precisos. Así, como por arte de magia, recuperan todo el tiempo perdido, se sincronizan con sus compañeros y consiguen convertirse en uno más.
Ahora bien, la magia no existe. La magia tiene truco. Y el truco hay que sabérselo.
Seguiremos buscándolo.