En mi niñez, durante las noches de verano, mis abuelos y yo nos acostábamos sobre una frazada y mirábamos las estrellas. Soñábamos con las cosas que nos hubiera gustado hacer. En nuestras fantasías recorríamos el África y visitábamos el Caribe y dábamos paseos por ciudades europeas. Al mismo tiempo, contábamos estrellas fugaces y reíamos y éramos felices. Con los años mis padres me llevaron a otra ciudad, lejos de mis abuelos, pero no perdí la costumbre de mirar el cielo.
También recuerdo las noches de invierno en las que, a pesar del frío, me subía al árbol de enfrente de casa a mirar la luna, que por lo general se escondía tras espesos nubarrones grises. De vez en cuando la luna asomaba y hacía que las nubes resplandecieran, luego se escondía de nuevo y yo me arrebujaba en mi abrigo, sobre el árbol que en mi imaginación era un barco, esperando a que la luna volviera a brillar.
Ahora ya no puedo mirar ni a las estrellas ni a la luna. Los edifcios me lo impiden. También me lo impiden unas viejas mojigatas que decidieron cerrar la terraza por las noches, a causa del temor (o la envidia) de que sirviera de lecho para las parejitas jóvenes.
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