Y, pese a todo, ese hombre acosado que vaga por
ahí, perseguido por sus propios pasos, ese maldito,
ese fratricida, tuvo, como pocos, buenos principios.
Caín es el símbolo del castigo transgeneracional, o eso dicen los sociólogos pedantes y la gente que cree que sabe sin saber. Sea cierto o no, parece que a veces, bien por caprichosa Providencia divina, o por cruel azar, que viene a ser lo mismo, uno está de algún modo predestinado a sufrir en sus carnes los tormentos de su padre y de los padres de su padre. Mi padre fue retrasado emocional todo su vida -o poco asertivo, como gustan decir los cursis amantes de la corrección política-, tal vez tuviese Asperger, que entonces con la ausencia de Internet no estaba de moda, pero el caso es que su retraso emocional, y por tanto social, le acarreó una vida de aislamiento y pobreza afectiva, no sin algún que otro disgusto al ver la confianza traicionada por parte de aquellos en los que confiaba, o eso se decía, sabiendo hacia sus adentros que todo apóstol es un Iscariote en el fondo, pues Iscariote viene de sicario, y sicario es quien ataca con cobardía y astucia. Como Dios aprieta pero no ahoga, al menos fue (re)compensado con una inteligencia no-emocional que reparaba parcialmente las desventuras que sufría con el Infierno de los demás, encerrándose en sus libros y en sus éxitos académicos y profesionales, éxitos estos últimos, que quien escribe estas líneas jamás gozará, pues no sólo no es tan brillante como fue en vida su odiado adversario edípico, si es que acaso hay adversarios que uno pueda amar en secreto y contra su parecer a través de la envidia, sino que, de haberlo tenido siempre todo y más (mentira), ha salido ocioso y por tanto plebeyo de condición a pesar de sus inmerecidos bienes. Esto es, nuestro Caín, hoy huérfano de padre, afronta la vida con las rentas del muerto, algo de la inteligencia heredada de quien le gritaba, y mucho resentimiento contra el mundo mezclado con una hedonista pereza que le acarrean inactividad y desgana. Qué bien escribo y cómo me gusto, piensa mientras, distanciándose con la tercera persona -en su cabezota segunda, al tratarse a sí mismo de tú- habla con nadie sobre una vida que a nadie le importa.
Caín es un niño mimado y vago, como todos los niños que conocen el agua caliente y el calor del radiador, alguien que bien valora hoy el ocio en su sentido griego o plebeyo, usándolo con aristocrática intención o para enfangarse en el descuido, pues, siendo mortal y sabiéndose con la losa de la memoria de su perfecto padre sobre su cabeza, huye gozando hasta la anhedonia y el aburrimiento, en un ejercicio de escapismo vital que desde luego adolece de valentía y de aquel perfeccionismo asfixiante en el que tanto insistieron en su estéril educación. Entiéndase que valore tanto la perfección en todas sus formas, su cansada e incansable búsqueda -como el chiflado mesiánico que él aún no sabe que es, pues el loco no es consciente de su locura como el retrasado no es consciente de su retraso-, como los placeres más bajos y la vagancia más extrema, pues de niño Caín se vio atenazado por la envidia a que da nombre a su nombre, pero no hacia ningún otro hermano, sino a aquellos niños que los relamidos curas le decían que eran sus hermanos, o eso le decían en las clases de religión con más desgana y hambre de dineros que con verdadero convencimiento, como siempre ha ocurrido en esta tierra muerta de sed y egoísmo de rocines flacos y vecinos descreídos. Eran niños felices. Niños normales. Nuestro protagonista de esta mierda que creo bien escrita, no.
Dios, que es muy bromista, tanto como el Diablo, había decidido que no sólo sería un alfeñique autista como el desgraciado putero de su padre, sino que acarrearía hasta quién sabe cuándo el yugo de la miopía, que es duro cepo para un niño tísico y pálido, pues quien nace siendo más débil de la cuenta y además gafudo, se lleva todos los palos habidos y por haber, hasta los de otros pardillos con cara de empollón. Vamos, que por llevar en la frente la marca de marras le tocó comer más collejas que Tigretones le daba su pobre madre ignorante del Via Crucis diario del enano de su hijo, lo que habría hecho mella hasta en Job, de haber protagonizado sus despiadadas desgracias en el Pentateuco sin que le hubiesen salido todavía pelos en los huevos.
De ser éste el Caín de Saramago viajaría en el tiempo y el espacio, se perdería en Babel en el remolino de gestos y lenguas, derramaría sangre en Jericó, y dormiría en lecho de reina, pero como el espacio para escribir es breve y tampoco es éste mi alter ego tan molón, pasaremos brevemente a mi adolescencia para llegar al presente con prisas y mal, que es como se hacen las cosas en España y la razón por la que no escribo bien aunque me autoengaño creyendo que sí. Una vez dejó los juegos de 16-bit por las revistas porno en la clandestinidad de los baños del instituto, Private sin módems de 56k aún era lo más, aprendió que el hombre es un lobo para el hombre, y que por tanto era menester, no sólo defenderse cuando tocase, sino mostrar disposición para agredir y facilidad para ello, devolviendo las ofensas y atacando otras veces por sorpresa sin previa mácula que vengar. De ser perseguido pasó a ser perseguidor, como el sionista repartiendo palos a los palestinos cuando antes los probaba él en donde hablaba y vivía en yiddish. Lázaro espabila cuando le parten el jarro en los dientes.
Pasaron los años y este Caín de Tormes creció, le salieron pelos en los huevos y pelusillas colgando de ellos. O sea, que se hizo hombre (casi), conoció la lujuria, el amor, si es que es que es conocible siendo de lo más inefable que existe, y sobre todo la frustrante futilidad del mundo univesitario, contra el que arremeten los perdedores que no se adaptan a él. Como la universidad resultaba ser un instituto pero peor, mugre perroflauta y postadolescentes groseras do quiera que fuese, del hombre es un lobo para el hombre pasó a la Blitzkrieg del verbo y la ofensa, con tan parcial suerte que no le molestaron, pero tampoco se le acercaron. La historia queda suspendida en el presente con un antihéroe sin amigos, que los tuvo -algunos traidores, otros quizá inmerecidos-, y sin virginidad tampoco, aunque con heridas amorosas en su haber, que ya es más de lo que han conseguido los otros anormales a los que dirige estas líneas desde su marfileña soledad. Tal vez elegida ésta, como se colige por el tufillo a arrogancia que desprende este aborto de relato pseudocamilanesco, como de ensayo rancio de literatura española comprado en un mercadillo de libros que nadie quiere; o tal vez forzada pero disfrazada de libre, como lo disfraza todo nuestra falsa sensación de libertad enraizada en el egoísmo insaciable. En el egoísmo cainita. La envida. El odio.