Nadie pensó tanto en la muerte como yo. Pensar la muerte es pensar el límite mismo de la existencia, sea su fin o su continuidad infinita. La cuestión es absurdamente simple. La conclusión es tan banal y sencilla que se vuelve interpretable para todo ser humano, aún para el más mediocre. O bien la existencia es finita o bien la existencia es infinita. Ante la finitud, el desasosiego es la experiencia del fin. El fin lo es todo, pues más allá del fin, no somos nada. Ante la infinitud, el desasosiego es la falta de toda motivación. ¿Qué podría motivarme a determinarme a mí mismo, qué podría determinarme a cambiar, si he de existir infinitamente? Así, la perdida de motivación arrastra la pérdida de sentido de toda acción. ¿Qué sentido puede tener actuar en el instante si soy y seré la eternidad misma? Esta encrucijada es bien conocida desde las etapas más primarias del pensamiento colectivo del hombre. Así, construcciones míticas sobre la metafísica de la vida intentaron conjugar con sentido infinitud y existencia. Sea el cristianismo para el cual la motivación se encuentra en la posibilidad de distintos estados de existencia, cielo o infierno. Sea el budismo, más despectivo con la vida terrenal: nirvana o reencarnación. Aquí se responde a la pregunta: existe motivación en la infinitud, pues existen posibilidades distintas de acuerdo a los actos que consumemos en nuestra vida biológica. La diferencia de ambas posibilidades, la elevación de una respecto a la degradación de la otra, he allí la justificación de sentido para el acto particular, he allí la justificación para el acto en el instante. Más aún en el nirvana o en el bendito cielo, ¿qué motivación existiría entonces?¿Qué quedaría de mí en ese estado de suspensión divina, de pura contemplación de la perfección, qué posibilidad indeterminada de acción quedaría ante mí? Ninguna. Tal vez fantasee con esto, pero hay una única solución al problema de la muerte. Ser infinitos, sí, inmortales, pero en la infinitud generar la ilusión de la finitud. Alcanzar científicamente el equilibrio biológico que derrota a ley de entropía y así simplemente resetear nuestra conciencia y obligarla a crear la ilusión de la vida finita. Así existiría motivación, del acto puro en el instante, más no existiría el tétrico argumento inductivo por el cual toda existencia pierde sentido ante la muerte. Sabríamos, sí claro, que nuestra existencia es infinita… más viviríamos bajo la ilusión de lo finito. Entonces actuaríamos. Entonces tendríamos motivación. Entonces eternidad e instante se unirían en el mismo camino, siendo el sentido un mero producto de dicha unión. Ah… sueños… Todos nosotros nacimos en una etapa en la que el conocimiento científico es todavía demasiado infantil para vencer en la lucha entrópica contra la degradación material de nuestro cuerpo. A congelarnos entonces, o a viajar a velocidades cercanas a la luz para volver poco tiempo después a una civilización lo suficientemente desarrollada para garantizar la victoria. Sueños estúpidos, meros pensamientos de consuelo ante la inevitabilidad de la muerte, fría, expectante, insaciable… el pensamiento que busca curar la enfermedad de la conciencia finita… sólo para seguir adelante.
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