En la montaña ubicada en Cansherhide vivía la sangre, el horror y el amor; sentimientos totalmente inmiscibles en un solo lugar que, a juzgar por su vista horripilante, escondía grandísimos tesoros que resultaban ser un misterio ante los caballeros errantes, a los reyes, a los astrólogos, a los hombres de ciencia y de religión.
Una legión de jinetes acechaban la montaña, mientras los niños de Cansherhide corrían desnudos en el lodo, disfrutando de una libertad vacía que creían obtener.
La mujeres refugiadas en casa, a la orilla del río, los hombres luchadores, cazadores y protectores movían cielo y tierra buscando sobrevivir.
Los jinetes blandían sus espadas, y esas, como toda daga querían derramar sangre.
Los niños desnudos observaban, elevando cantos al cielo en armoniosos coros, mientras las mujeres se escondían,
peleaban,
lloraban,
las líneas de la niebla espesa los absorbía, moviéndose como serpiente,
colina abajo,
destrozando cabañas, cuerpos, hundiendo a un pueblo que de por sí no existía.
Una mujer corría para proteger a su hijo, el ruido del cabalgar de los jinetes se sentía en sus oídos.
Llanto, sangre. Los jinetes buscaban los tesoros de Cansherhide, queriendo obtener la paz, la libertad y el amor que ellos poseían. Destruyendo un pueblo muerto que sólo ellos veían
buscando la perfección
la liberación
el amor y la paz que nunca obtendrían.