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Los días llegan, los días pasan. Parecen el mismo. Pero no es así. Ya lo sabemos. Podemos aportar pruebas. ¿Cómo? Ah, que nadie nos las pide las pruebas. Bueno, nos las quedamos para nosotros mismos, si algún día alguien quiere pararse a nuestro lado un rato, allí estaremos, para contarlo, con palabras y con silencios, con miradas fijas y esquivas, con gestos de compañía y de distancia.
Es hablar del tiempo.
Estos días mi hermana me lo recuerda: siempre has dicho desde que eras pequeño que a los treinta y tres te matarías.
A mi, los treinta y tres me quedaban lejos, muy lejos. Para mi era como decir 163, una barbaridad de tiempo. ¿Por qué treinta y tres? Bueno, Cristo, de algo sirve una educación en colegio católico, que te sabes estos datos y algunos más para interpretar parte del arte que nos cautiva. Pero también estaba Alejandro, un mito más tentador para mi, qué le vamos a hacer. Pero no creo que estuviera relacionado con una cosa ni con la otra.
Es una cifra al azar, una cifra de la desproporción vista desde la infancia en la que me encerraba en una caja de cartón hasta que se me dormían todos los miembros del cuerpo y, definitivamente la mente. Llegaré a la impresionante edad de treinta y tres años metido en esta caja de cartón.
Pero la vida ha tomado sus propias decisiones. Este enredo de acontecimientos, de presencias, de ausencias, de sueños y vigilias, me ha traído hasta aquí.
No estoy ni triste, ni contento. Tampoco indiferente. Es sólo una cifra que hoy supero. Hoy es mi cumpleaños y cumplo treinta y cuatro. Es bueno no empeñarse en cumplir ciertos deseos. Es bueno comprobar que la vida tampoco ha decido hacerlos realidad.
Hace mucho tiempo que siento que cada día es el peor día de mi vida. Es un sentir pasajero. Un instante, inunda mi pensamiento. Y al otro, se ha secado. Es la costumbre, un hábito convertido en ley. Ocurre. Sucede.
Pero hoy cumplo treinta y cuatro. Muchos años después me presentaron una carta astral. Yo no creo en estas cosas. Pero siempre me quedó la gran duda: ¿Por qué al ver la combinación de los astros en el momento de mi nacimiento no los quisieron interpretar, no me quisieron dar explicación alguna? Yo no las pedí tampoco. No había pedido tan siquiera que me explicaran esa fábula. En otra ocasión, en mi adolescencia, me quisieron tirar las cartas. Me dejé. Me sentaron debajo de una pirámide horrorosa. Me dijeron que preguntara. Yo no tenía preguntas que hacer sobre el futuro. Sólo recuerdo una observación: Puedes hacer todo lo que te propongas si controlas la carta de la locura. Sigo sin creer en estas cosas. Quizá era un comentario al azar. No lo he tenido en mente casi nunca. Pero de vez en cuando aparece. Y me recuerda un momento determinado de indecisión en mi vida.
El día que me negué a subir las escaleras. Tenía aún suficiente fuerza, suficiente energía. Pero dije: "No". No quiero subir más esta escalera. Estoy, de alguna manera, cansado. Y me tuvieron que subir a cuestas. Vamos: que abandono.
Abandoné la vida hace tiempo. Pero ya saben, hay algo en lo que si creo: que la vida es más tozuda que yo y siempre viene a mi encuentro. Me alegro por eso. Me alegro de su brutalidad y su dulzura.
Un cuento extraño dejo aquí:
Al salir de casa dejó olvidadas encima de la mesa sus manos. Sin saber cómo abrió la puerta y cerró, llamó al ascensor, cruzó el portal, se puso las gafas de sol en la calle, subió al coche y arrancó. En el bar de cada día cercano a la oficina bebió el café cogiendo la taza por su asa, lió su cigarrillo, lo fumó. Durante largas horas dió y recibió documentos, escribió, firmó, descolgó el teléfono, entretuvo el tiempo atusando el bigote, removiendo el lapicero.
Al mediodía se dirigió al parque para comer en una terraza. Por el camino indicó una dirección a un paseante, señaló un balón perdido en la maleza a unos niños, secó unas gotas de sudor en su frente con el pañuelo. Fue una buena comida. Estaba solo bajo la sombra de un toldo, pensando en cosas varías: las próximas vacaciones, la revisión médica, una conversación de hacía ya muchos años, la casa de su infancia, la tarde de trabajo.
Transcurrieron las horas. Cerró la oficina. Refrescaba el tiempo. Se dirigió a la piscina. Cogió su bolsa de la taquilla, se cambió, nadó, se duchó y se vistió de nuevo. Era de noche.
Entró en casa y al querer encender la luz no pudo dar con el interruptor.
Hay una ciudad de muros perfectos y manos perdidas.
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Hoy, bueno, lo voy a reconocer porque creo que se nota, algo triste, pienso en esa ciudad de muros perfectos y manos perdidas. Pienso en este lugar, en este post, concretamente, y no veo muros, y veo manos que se dan.
Ayer mismo, el hombre que más quiero en este mundo me dijo que hablaba demasiado y siempre para decir cosas supuestamente profundas e importantes. Que era yo un obseso de la comunicación. Creo que es una gran definición esta última para la Fobia Social, al menos en mi caso.
Os prometo que he escrito todo esto con una sonrisa en los labios.
Un saludo para todos.
[Algo casual, esta intervención cae justo en la página 33 del post]
