Lamento decir que, independientemente de la pasividad y monotonía que implica la sociedad industrial avanzada, de esa repetición de edificio tras edificio, de fachadas y personas, pendientes de los estúpidos avances de la alienación tecnológica o los
toptrends y
hashtags de una masa acrítica y amorfa, a pesar de todo eso que son características palpables de Occidente contemporáneo (tanto así que ahora la cultura -si es que todavía queda un vestigio de ella- viene de unos koreanos babosos...), es, de cierto modo, la condición normal e inevitable de la existencia: "En su juventud habría muchos que se llenarían de esperanzas, pero a medida que avanzasen en la vida encontrarían desilusión tras desilusión, y la esperanza se tornaría en desespero, la copa de felicidad prometida se volvería amarga, y el amor más sagrado se convertiría en flecha que envenenaría el corazón" (Mark Twain). Si la preocupación por las condiciones materiales de vida dominan, en su mayoría, a la humanidad, se genera la obediencia al sistema que las satisfaga, y si el sistema exige (tácitamente) la homogenización hacia lo gris, pues los individuos prefieren el dominio al hambre... por ahora sólo queda decir -y, sobre todo, anhelar- que la
pacificación de la existencia (Herbert Marcuse) o
la abolición del trabajo (Marx y, en especial, Bob Black) serían los puntos donde la preocupación por el trabajo no sea por la subsitencia sino por el placer: no recuerdo de quién lo leí -supongo que de Marx, como raro...-: "la riqueza de una sociedad se mide por la cantidad de tiempo de ocio".