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Antiguo 10-oct-2006  

De José Luis Martín Descalzo, en http://enrike45.wordpress.com

Una de las virtudes-defecto más cuestionables: el perfeccionismo. Virtud, porque evidentemente, lo es el tender a hacer todas las cosas perfectas. Y es un defecto porque no suele contar con la realidad: que lo perfecto no existe en este mundo, que los fracasos son parte de toda la vida, que todo el que se mueve se equivoca alguna vez.

He conocido en mi vida muchos perfeccionistas. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas e, incluso, llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden.

Pero son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren espectacularmente cuando llega la realidad con la rebaja y ven que muchas de sus obras -a pesar de todo su interés- se quedan a mitad de camino.

Por eso me parece que una de las primeras cosas que deberían enseñarnos de niños es a equivocarnos. El error, el fallo, es parte inevitable de la condición humana. Hagamos lo que hagamos habrá siempre un coeficiente de error en nuestras obras. No se puede ser sublime a todas horas. El genio más genial pone un borrón, y hasta el buen Homero dormita de vez en cuando.

Así es como, según decía Maxwel Brand, “todo niño debería crecer con convicción de que no es una tragedia ni una catástrofe cometer un error”. Por eso en las personas siempre me ha interesado más el saber cómo se reponen de los fallos que el número de fallos que cometen, ya que el arte más difícil no es el de no caerse nunca, sino el de saber levantarse y seguir el camino emprendido.

Temo por eso a la educación perfeccionista. Los niños educados para arcángeles se pegan luego unos topetazos que les dejan hundidos por largo tiempo. Y un no pequeño porcentaje de amargados de este mundo surge del clan de los educados para la perfección.

Los pedagogos dicen que por eso es preferible permitir a un niño que rompa alguna vez un plato y enseñarle luego a recoger los pedazos, porque “es mejor un plato roto que un niño roto”.

Es cierto. No existen hombres que nunca hayan roto un plato. No ha nacido el genio que nunca fracase en algo. Lo que sí existe es gente que sabe sacar fuerzas de sus errores y otra gente que de sus errores sólo casa amargura y pesimismo. Y sería estupendo educar a los jóvenes en la idea de que no hay una vida sin problemas, pero lo que hay en todo hombre es capacidad para superarlos.

No vale, realmente, la pena llorar por un plato roto. Se compra otro y ya está. Lo grave es cuando por un afán de perfección imposible se rompe un corazón. Porque de esto no hay repuesto en los mercados.
 
Antiguo 10-oct-2006  

Buena parte de las personas inmaduras e inseguras que tienen verdadero pánico al fracaso, aunque suelen aparecer como personas de éxito y que jamás se sienten satisfechas por nada, son perfeccionistas. Valoran las cualidades personales a partir de categorías absolutas y padecen de verdadera adicción a la perfección, porque son esclavas del pensamiento distorsionado y dicotómico todo-nada.
Para decirlo de manera más clara, el perfeccionista no soporta la idea de cometer errores, cree que todo debe hacer1o a la perfección y si un trabajo no le sale p1uscuamperfecto, queda sumido en un estado de tensión y de nerviosismo que le lleva a considerarse un fracasado o un inútil. Si comete un error, si cuanto emprende no le sale completamente bien, si no es el mejor en su trabajo, se viene abajo, se desmorona y piensa que todo cuanto ha hecho hasta ese momento, por bueno y meritorio que sea, no cuenta, no sirve para nada.
A mi entender, el gran error de todo perfeccionista tiene su origen en la falta de humildad y en interpretar los errores como un fracaso y no como una extraordinaria posibilidad para aprender y para ir mejorando.
El perfeccionista no consigue aceptar una rea1idad que asume y que ve con claridad meridiana toda persona con un mínimo sentido común: Que es imposible que todo, absolutamente todo, sa1ga bien; lo mismo que es imposible que todo salga mal, rematadamente mal. Comprenderá el lector que cualquiera que pretenda alcanzar siempre el absoluto, necesariamente se sentirá insatisfecho y desilusionado porque nunca considera suficientes los éxitos obtenidos. Los mayores logros tienen a1gún fallo o deficiencia y difícilmente la realidad de cada ida se acerca ni de lejos a lo que espera o imagina el perfeccionista.
Decía al principio que el pensamiento dicotómico todo-nada del perfeccionista infunde en el ánimo gran ansiedad y la sensación de un constante fracaso y, en consecuencia, es paralizante y desmotivador. Para salir de1 laberinto autodestructivo del perfeccionismo es imprescindible aprender a situarse en un sano y equilibrador término medio, lo cual significa aceptar que la vida del ser humano está llena de pequeñas imperfecciones y que no existe nada absolutamente perfecto, pero no por ello merece menos la pena vivir la vida con ilusión.
El gran error del perfeccionista es interpretar los fallos y equivocaciones como fracaso, pero comete además otros dos errores que le impiden salir de ese paralizante y desmotivador estado. Uno es que en lugar de adaptarse a la realidad, pretende en vano que la realidad se adapte a él, a su modelo ideal. Otro, considerar que optar por un término medio es tanto como condenarse a la resignación, a la tibieza y a la mediocridad, lo que le parece cobarde y humillante.
El perfeccionista tiene que llegar a ver con claridad que la aceptación de la realidad y la conformidad de quien espera de la vida lo que pueda ofrecerle, superándose en lo posible, pero sin perder la alegría y el disfrute de lo que se es y de lo que se tiene, es la manera más sensata, sana e inteligente de vivir.
Detallo a continuación algunas consideraciones que llevan a optar por la excelencia (hacer lo que se pueda) en lugar de habituarse al perfeccionismo.
A cambio de hacerlo todo bien, el perfeccionista vive en continua insatisfacción, tensión y preocupación y, por desgracia, ni es más productivo, ni el posible trabajo perfecto le produce más felicidad o alegría. Se convierte en su peor enemigo por la ansiedad que produce pretender un imposible. Además, se priva estúpidamente de aprender las sabias lecciones de los fracasos. El perfeccionista crónico no sólo mantiene una actitud autocrítica consigo mismo sino con los demás, a los que difícilmente perdona sus fallos y errores; por eso acaba por ganarse a pulso la antipatía de mucha gente.
Seguramente en lo más profundo de esa falta de humildad del perfeccionista se encuentra un ser humano especialmente temeroso e inseguro que necesita desesperadamente aparecer como el mejor para llenar el vacío inferior de la verdadera confianza en sí mismo y del auto amor.

(bernabe tierno)
 
Antiguo 18-oct-2006  

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