Cuando niño una de mis responsabilidades, era ”hacer los mandados”. Esto significaba que yo tenía que ir al mercado para buscar los alimentos del almuerzo. De más está decirles que no me gustaba hacerlo. No por el viaje bajo el sol caribeño, sino por miedo a un perro que tenía el vecino y me hacía dar carreras cada vez que me veía. Esta experiencia me causaba una preocupación que se convertía en miedo. Al cabo de un tiempo se convirtió en una ansiedad que se manifestaba con un sudor profuso y taquicardia cada vez que pensaba en el viaje al mercado. Aquella ansiedad afectaba toda mi vida pues pensaba en el dichoso perrito todo el día: en la casa, en la escuela y mientras jugaba. No obstante, tenía que enfrentarme solo a mi realidad. Por años dominó mi vida sin que nadie lo supiera.
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